Piso el silencio de mi mañana. Su huella sobre la hierba enraíza soledades, reclama respuestas.

Hoy pregunta por un extravío, eso que pudo ser y no fue, el mutismo de su boca, la laxitud de sus manos, el secreto de su abandono.

Pero el amor se reviste de nuevo, toma distancias, distingue la falaz palabrería.

Sigo tropezándome con la casa, hoy comida por la retama. Sus ventanas como vértices cerrados, su puerta clausurada, el tiempo devorando sus cimientos. Veo una sombra que borda garabatos bajo la marquesina, dibuja rayas en el suelo sobre la grava que cede al vocerío lejano. El ladrido de un perro azuza las ondas del silencio y el aroma a sol y cielo insufla caricias invisibles, sella todos los huecos.

Sin embargo, hay mañanas en que amanecemos como inservibles despojos que, apenas balbucir palabras pueden. Y la locura merodea con su garra silenciosa, lentamente se adueña del pensamiento, nos encuentra inermes, abatidos.

El intelecto escribe entre líneas lo que alejar de sí quiere, se sirve de la poesía como acicate que se deja invadir. Todos los poetas se vierten en ella, en ella se solazan y calman la lujuria de sus almas. Cada idea es una flor que crece en el lienzo blanco, una pincelada de luz que ensambla la frase del poema.

Hay versos de lluvia, versos de mar, versos de brisa que se acunan en las altas copas de los chopos que bordean esta senda virgen de almas.

Hay cuerpos tendidos sobre la hierba, golosos de sol. Poco importa el cercano rugido del motor, ellos avivan su silencio. En tanto, la pelusa del diente de león cosquillea el aire.

Hoy me fundiré en su hierba al cobijo del laurel y las hojas de amarilla nervatura harán nido en mis pies.