La lectura de dicho libro, junto con diversas informaciones de los medios de comunicación tradicionales (diarios, radio o televisión) me dio pie para una serie de reflexiones respecto a la forma de emplear nuestra lengua, los cambios tan profundos que estamos observando en la era de la posmodernidad y el empleo que estamos viendo del uso de nuevos vocablos más digeribles y suavizados para la utilización de palabras políticamente correctas como la sustitución de mentira por posverdad.
Después de finalizada la Segunda Guerra Mundial se puede decir que hemos iniciado un nuevo periodo histórico. A partir de ese momento, finales de los cuarenta del siglo pasado, la sociedad humana fue capaz de crear y desarrollar un potencial bélico tan poderoso y potente que es capaz de llegar a producir nuestra propia autodestrucción como especie. Podemos desaparecer físicamente del planeta y, a partir de ahí, se fueron creando y potenciando otros medios no bélicos sino de comunicación (internet, facebook, twitter, instagram…) que pueden acabar con nuestros principios éticos, morales, de valores o simplemente cívicos más elementales que nos distinguen del resto del reino animal.
La posmodernidad, y sus avances científicos, dan lugar al poshumanismo, es decir, al menosprecio de la razón humana y todos sus métodos, saberes y culturas cuya base, cimentada en el Renacimiento, tuvo su punto álgido durante la Ilustración a finales del s. XVIII. Hoy en día existe un masivo rechazo a la lógica, la razón y el saber, siendo sustituidos por las emociones y los sentimientos. La era Guttemberg, para la propagación de dichas culturas, se ha suplantado por la era Internet y todas las nuevas redes de comunicación despreciando, cuando no denigrando, los medios de comunicación tradicionales que, en los últimos años, están cayendo en desuso y, por tanto, en ventas.
A nuestra sociedad actual no le interesa tanto saber la verdad cuanto que lo que se diga vaya de acorde con sus opiniones o sentimientos aunque se falsee, para ello, la verdad. La palabra tradicional mentira, se ha cambiado por posverdad para disfrazar el primer término que suena más duro y contundente.
Así, sabemos que el expresidente Donald Trump, en sus cuatro años de mandato presidencial, dijo, al menos, según los periodistas, unas 10.000 posverdades y aunque los norteamericanos sabían que muchos de sus discursos no se ajustaban a la realidad social o económica del país, le perdonaban porque decía lo que ellos querían escuchar aunque para ello tuviese que falsear estadísticas, datos económicos, etc.
Todos los políticos, en estos últimos años, dicen más o menos posverdades. Lo importante no son los discursos racionales, realistas, sino aquellos que sean capaces de llegar a los sentimientos y gustos de las personas. Como dice un antiguo refrán “el que da primero, da dos veces”. Esto se vio, claramente, en las elecciones madrileñas donde la señora Ayuso salía (abusivamente) en todos los medios de comunicación buscando, en todo momento, un micrófono, una foto, una entrevista y tuiteando con frecuencia.
Lo importante, siguiendo a sus asesores, no era lo que decía sino el estar próxima a la gente hablando constantemente de cualquier tema aunque con frecuencia incurriese en errores y posverdades.
Estamos en un mundo en constantes transformaciones en el que el Humanismo y la Ilustración basados en la razón e investigación, tan apreciados hasta hace pocas décadas, han dado paso a análisis más superficiales, desplazando la razón y la búsqueda de la verdad por el constante “martilleo” de los nuevos medios de comunicación que buscan el postureo, la elegancia y el “tocar” los sentimientos de las personas. Una posverdad si se repite una y mil veces pasa a ser verdad y la verdad aunque esté razonada si llega tarde ya es imposible que se imponga a la posverdad.
Por otra parte, las democracias occidentales se están quedando huecas, vacías, pues los principios en los que se asentaban, desde hace décadas, estas puestas en tela de juicio por los nuevos (y no tan nuevos) partidos populistas y por la no aceptación de los resultados electorales por parte del candidato derrotado. Uno de los casos más recientes fue el de Donald Trump al negar la victoria de su contrincante demócrata Biden. A base de decir cientos de posverdades, empleando para ello diversos medios de comunicación, llegó a intentar forzar a los compromisarios y a los jueces sin el más mínimo pudor para que lo considerasen ganador de las últimas elecciones presidenciales norteamericanas e incluso llamar a sus partidarios a tomar el Capitolio, templo sagrado de la democracia estadounidense.
Otro tema sangrante dentro de la posmodernidad que se está enquistando en las democracias occidentales (y también, por supuesto en países no democráticos) y las debilita es la corrupción. En España llevamos más de una década hablando de este tema que llegó a afectar hasta al que fuera Jefe del Estado anterior, el rey emérito D. Juan Carlos I, pasando por varios exministros, altos cargos de la administración del Estado e incluso alcaldes y concejales de urbanismo (en Mallorca, Canarias, Málaga, Alicante…).
Lo triste y lamentable es que las personas que no admiten o se oponen a este nuevo sistema corren serio peligro de ser menospreciados públicamente, cuando no insultados, desde las nuevas redes sociales o en la calle, pudiendo ser apartados del desempeño de sus funciones o trabajos por decir la verdad y no someterse a los designios de personas poderosas que hasta son capaces de comprarse másteres universitarios o roban sin pudor de las arcas del Estado.
Se está echando en falta el diálogo (que se ha sustituido por el insulto), las buenas maneras, el buen hacer, la honestidad, el trabajar por el bien común y no por el enriquecimiento personal, la clara división de los tres poderes del Estado y, en definitiva, cumplir las leyes y nuestra Constitución como marco esencial de nuestro sistema democrático pudiendo ser modificada, en algunos de sus artículos si fuese necesario, pero con el acuerdo y consenso de la mayoría para el fortalecimiento de nuestra democracia.
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