Las prácticas económicas solidarias, que se presentan como alternativa al individualismo competitivo característico del comportamiento capitalista, no son nuevas. Han estado presentes –en mayor o menor grado según los momentos– en la acción y en la historia del movimiento obrero. El cooperativismo, las sociedades de socorro mutuo, el consejismo y la ocupación de fábricas han representado, junto a los partidos y los sindicatos de clase, formas de autoorganización y lucha de los trabajadores frente a los males provocados por el capitalismo industrial. En el «Discurso inaugural de la Asociación Internacional de Trabajadores», en 1864, Marx reconocía en el movimiento cooperativista de su época una muestra de que la producción moderna no necesita la existencia de patrones y de que la iniciativa de los trabajadores libremente asociados representa una opción ante la economía política de la propiedad. A pesar de la tenacidad de sus protagonistas, esas experiencias nunca gozaron de prioridad en las estrategias contra el capitalismo ni llegaron a ser en ellas suficientemente representativas, con lo que la cultura política autogestionaria se convertiría, con el paso del tiempo, en un cabo suelto entre las tradiciones mayoritarias (socialdemócrata y comunista) del socialismo.

En la actualidad asistimos a un renacimiento de experiencias que buscan construir espacios sociales y económicos ajenos a la racionalidad y formas de organización típicamente capitalista. A ello ha contribuido, sin duda, la emergencia de una sociedad civil mundial que, a través de foros de encuentro y redes de movimientos, nutre el intercambio y el diálogo entre las diferentes iniciativas que se elevan por todas las latitudes. En el Sur, particularmente en América Latina, la economía solidaria se ha visto impulsada por el descubrimiento del papel que desempeña la economía popular en la reproducción social y por el reconocimiento que merecen determinadas prácticas tradicionales de carácter comunitario presentes en realidades campesinas e indígenas; en el Norte, por su parte, resurgen a resultas tanto de la crítica a la ceguera del mercado en relación con las necesidades sociales como de la insatisfacción que provoca la gestión burocratizada de los servicios suministrados por el Estado. Por otro lado, la recurrencia de crisis económicas en el capitalismo empuja a experimentar entre los sectores afectados con estrategias basadas en la ayuda mutua y la reciprocidad como una vía alternativa de lucha contra el deterioro continuado de su bienestar (v.gr., mediante huertas, cocinas y comedores vecinales, empresas de inserción sociolaboral, colectivos de parados que impulsan ini¬ciativas de autoempleo, cooperativas que promocionan la autoconstrucción, etc.).

A estos factores se suman otros asociados a los cambios que caracterizan a las llamadas sociedades posindustriales. En ellas, nuevas formas de organización del trabajo exigen al empleado mayor implicación y una mejor actitud de cooperación en el seno de equipos de trabajo colectivo, al tiempo que, en la estructura económica, va adquiriendo una creciente importancia el conocimiento y la prestación de servicios (incluidos los de proximidad y cuidado a las personas) que se compadecen mal con un tratamiento meramente mercantil. En la información, el conocimiento y los servicios a las personas están presentes rasgos pro¬pios de los bienes públicos y sociales, resintiéndose la calidad y cantidad de su provisión cuando actúa como única instancia el mercado.

Por estas y otras circunstancias, se van abriendo paso en la actualidad numerosas iniciativas que –situadas muchas de ellas en los márgenes del sistema económico (en áreas improductivas ocupadas por trabajadores sin tierra, en vertederos donde se recupera lo que otros desechan, etc.) o en la esfera de reproducción doméstica que subyace a la del mercado (producción para el autoconsumo, de bienes relacionales,1 servicios de atención a mayores y cuidado de niños, etc.)– se convierten en campo de experimentación para colectivos que retoman aquí y allá el cabo suelto de la autogestión.

Pero la aspiración autogestionaria no es la única fuente de alimentación de la economía solidaria. Ésta, al ser el resultado de la confluencia de múltiples procesos de acción colectiva, se encuentra igualmente troquelada por las enseñanzas e influencias de los movimientos ecologista y feminista, así como por la práctica de la solidaridad internacional; y, en este sentido, bajo la influencia de los movimientos sociales estas experiencias se convierten tam¬bién en un desafío para el saber económico establecido. Desde el plano de la praxis desvelan la estrechez de miras de la economía convencional (sólo preocupada por lo que tiene traducción monetaria y se intercambia en el mercado) y cuestionan la validez de muchas de las categorías y formas de razonar que habitualmente utiliza (un razonamiento fragmentario regido únicamente por la lógica unidimensional del beneficio). En cierto modo, la economía solidaria es la prueba más evidente de que otra forma de economizar es posible.

Otra economía es posible porque en las actividades económicas están presentes otras motivaciones, centralidades y propósitos que van más allá del interés propio como principio único de la conducta individual, del capital como factor central de impulso de la actividad y del lucro como única finalidad. La economía solidaria tiene la virtud de reconocer esa base plural en las motivaciones y estrategias de conducta (al lado del egoísmo y el comportamiento competitivo, también se encuentra la solidaridad y la actitud cooperativa); tiene la valentía de plantear la centralidad del trabajo en la economía; y goza de la clarividencia para no confundir la creación de riqueza con el objetivo del enriquecimiento privado. Sus partidarios suelen recordar las apreciaciones de los antropólogos acerca de los distintos principios que regulan la actividad económica: junto a las relaciones de intercambio, propias del mercado, existen también principios de reciprocidad y redistribución que es necesario profundizar para que la economía se oriente efectivamente hacia la satisfacción de las necesidades humanas y al desarrollo de las capacidades personales.

Asimismo, desde estas experiencias se apresura a reconocer que determinadas dimensiones (antropológicas, sociales y ambientales), habitualmente ocultas en la visión convencional de la economía, son condiciones fundamentales para el bienestar social, y que en la generación y gestión de este no basta con el mercado sino que precisan también del concurso de otras instituciones (Estado, comunidad y esfera familiar).

En definitiva, otra economía es posible cuando se contemplan otras motivaciones, centralidades, finalidades, regulaciones, dimensiones e instituciones que permiten alumbrar otras conductas sociales. No cabe excluir de la sociedad humana comportamientos morales, solidarios o altruistas. El protagonismo de unos u otros dependerá, en gran medida, del tipo de sociedad en que se viva. En sociedades competitivas, los comportamientos egocéntricos suelen tener más éxito que aquellos otros basados en la reciprocidad y la ayuda mutua, pero una sociedad caracterizada por la cooperación tenderá a favorecer los comportamientos altruistas en detrimento de los egoístas. En consecuencia, la inclinación hacia la solidaridad o hacia el egoísmo no es en absoluto algo intrínseco de las personas. Depende en gran medida de los contextos y de las normas e instituciones con las que nos regulemos. Esto plantea la exigencia de un trabajo colectivo de diseño de esas normas e instituciones, tarea que es eminentemente política y que necesita ensayo y experimentación, además del cultivo de una determinada cultura moral.

De ahí el valor de las experiencias de la economía solidaria, que si bien aún no tienen una gran trascendencia desde un punto de vista macroeconómico, ofrecen en un plano micro valiosas enseñanzas. La economía solidaria replantea el sentido y la finalidad de la empresa como institución social, lo que equivale a repensar sus fundamentos (esto es, cómo se combina el ejercicio de la libre iniciativa con los diferentes tipos de propiedad, con el carácter social del trabajo y las necesidades de la colectividad), sus normas de organización (en relación con la participación en la toma de decisiones y distribución de los excedentes) y sus principios de funcionamiento y responsabilidad (no sólo frente a propietarios y trabajadores, sino también frente a un círculo más amplio formado por proveedores, clientes y, en general, la comunidad en la que se inserta). La democratización de la empresa se contempla, desde esta perspectiva, como base para la extensión de un orden democrático más amplio.

Está por ver en qué medida ese vínculo entre autoorganización del trabajo y democratización de la sociedad es sólido y practicable. Quedan todavía muchas cuestiones por abordar, en especial, repensar el papel del Estado con el fin de que pueda, no sólo impulsar la expansión y articulación de las diferentes experiencias a lo largo de los distintos momentos del ciclo de la actividad económica (las finanzas, la producción, la comercialización y el consumo), sino también favorecer que la economía solidaria se dote de una lógica sistémica de reproducción que permita su desarrollo a lo largo del tiempo como una alternativa al capitalismo.2 Y queda repensar la función del Estado para que, si se lograra lo anterior, la intervención pública no sofoque la vitalidad de una sociedad civil de la que dependen estas prácticas al estar arraigadas en lo más profundo del tejido comunitario.

NOTAS 

1 Los bienes relacionales y comunitarios son fruto de las relaciones interpersonales informales que surgen de la convivencia familiar y social. Por sus características singulares resultan fundamentales para una adecuada reproducción social y, sobre todo, para la mejora de la calidad de vida de las personas.

2 Esta cuestión ha sido planteada en A. Martínez González-Tablas y S. Álvarez Cantalapiedra, «La economía crítica y solidaria: perspectivas teóricas y experiencias para la construcción de una economía alternativa», en La situación del mundo 2008: progreso hacia una sociedad sostenible, 2008, pp. 371-430, Icaria/ CIP-Ecosocial, Barcelona.

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Por Santiago Álvarez Cantalapiedra, www.cip-ecosocial.fuhem.es