Licenciado en Filosofía y Letras y Medicina, conoció varios países europeos y fue un admirador de la cultura española, de quien le dolía el menosprecio que sentíamos hacia el pueblo filipino, al que llamábamos despectivamente “chabacano” cada vez que intentaba expresarse en castellano con la fonética típicamente tagala y sus expresiones propias.

Como intelectual, se destacó por encabezar un movimiento en el que solicitaba a la metrópoli española, que se superase el status colonial para el archipiélago filipino, ascendiendo a categoría de provincia de ultramar, que se permitiese a los filipinos el derecho de asociación y manifestación, y que se escuchase los legítimos intereses de su pueblo para facilitar su desarrollo y autogobierno. Y estas peticiones las realizó en Madrid. También era crítico con el excesivo poder clerical que asfixiaba algunas costumbres de su tierra. Y esas razonables reivindicaciones llegaron a nuestras autoridades.

España, gobernada por el antiguo régimen, un furibundo grupo de conservadores arrogantes, le contestaron que lo que exigía era ilegal, que no se podía realizar ninguna consulta al pueblo de Filipinas, que sus peticiones estaban fuera del marco jurídico, y que había que respetar la Ley y hacerla cumplir en todos sus extremos sin excepción alguna.

Tal vez os suenen estas palabras, estamos hablando de una época en que el sentir mayoritario del archipiélago reclamaba cambiar su status y mayor atención por parte de nuestras autoridades, más derechos para autogestionarse y un incipiente movimiento nacionalista. Muy semejante a la época actual.

José Rizal fue acusado de sedición, detenido y encarcelado. Nuestras autoridades obraron con su actitud intolerante e intransigente: le fusilaron a los treinta y cinco años, en 1896.

Aquel día, España perdió moralmente Filipinas. Dos años después, con la fratricida guerra con Estados Unidos en la que nuestro país pierde las Islas Marianas, Guam, Puerto Rico, Cuba y Filipinas, nuestros políticos insistieron en que la flota norteamericana era más moderna y preparada, pero lo cierto era otra cuestión más importante que nos dolía reconocer: el pueblo filipino no movió un solo dedo cuando los barcos de EE.UU sitiaban Manila y Cavite, su desafección hacia la “madre patria” era total. El siglo XX se inicia con una Filipinas alejada de España, y pocas décadas después, no quedó nada de nuestra presencia: ni idioma ni costumbres. Actualmente el pueblo filipino se expresa en inglés, tagalo y un centenar de lenguas más; y precisamente cuando lo hace en español, lo llaman un criollo de nombre “chavacano”.

Si Rizal no hubiese sido fusilado y se hubiera escuchado al pueblo filipino, tal vez la historia se hubiera escrito de manera diferente, sin empezar el siglo veinte con la depresión de una España anclada en el ostracismo medieval.

Los intelectuales del noventa y ocho reclamaron la regeneración ética de nuestro país en lo cultural, político y social, para modernizarnos y acercarnos a Europa, en un intento vano de ser escuchados, pero Unamuno, Pío Baroja o Azorín, aunque no fueron fusilados, tampoco fueron comprendidos.

Hoy en día sufrimos la misma situación y necesidad de regenerarnos en todos los aspectos: en Cataluña, la diada de este año ha sido secundada por más de un millón de ciudadanos. ¿No es ese suficiente argumento para escuchar a este pueblo? ¿Tan peligroso es consultar a una nación? Por qué tantas pegas a que la gente se exprese y vote. En Suiza lo hacen todos los años en numerosos plebiscitos ciudadanos de múltiples índoles, con lo que se logra que los ciudadanos se involucren en cuestiones de estado y se sientan representados, partidarios de un sistema que cuenta con ellos.

En definitiva, la Justicia siempre está por encima de la Ley. Y las leyes deben reflejar la justicia social, deben adaptarse a ella, porque las sociedades evolucionan a una vertiginosa velocidad, por ello su marco jurídico debe someterse a permanente revisión, incluida la Carta Magna. Cuando las leyes por el paso del tiempo se quedan obsoletas, deben actualizarse para identificarlas con la Justicia.

Es paradójico, que no se deje votar al pueblo de Cataluña alegando que la Constitución no lo permite, y que nuestra Carta Magna es “inalterable”, cuando recientemente, para contentar los caprichos de la Troika, se reformó un importante artículo económico en una sola tarde con el voto de dos partidos políticos, en un ejercicio de absoluta hipocresía, al no contemplarse aquella extravagante propuesta en el programa electoral de ninguno de los dos partidos políticos. Y se reformó, y entonces insistieron en que era lo mejor…

Digan lo que digan, yo no soy catalán, ni me atrevo a opinar sobre ellos, pero si un millón de personas sale a la calle, quiere decir que algo sucede, y esa demanda debe ser escuchada y atendida por un gobierno responsable.

Y para terminar, solo recordar que dejar votar a los ciudadanos es muy sano, regenera la democracia y relaja las tensiones. Y sobre todo, se conoce la opinión de la gente.

Dioni Arroyo Merino es escritor y antropólogo.