Yo no quiero que Cataluña se separe. Yo no quiero que las economías del viejo y el nuevo país se resientan por una secesión, ni que la oligarquía catalana, representada en los Pujol y sus secuaces, se vaya de rositas por el control que podría ejercer sobre la Justicia del nuevo estado. Tampoco quiero que la imposición de una identidad nacional concreta acabe con el rico pluralismo catalán, ni que los catalanes que se sientan españoles deban elegir entre abandonar su país para seguir en su tierra, o abandonar su tierra para seguir en su país. No me gustaría que desaparecieran tantas noches de fútbol en un bar compartiendo cervezas con amigos mientras Barça y Madrid disputan un nuevo clásico sobre el césped, ni me apetecería perder la cantera culé para la Roja de cara a próximos mundiales y eurocopas. No me gustarían años de rencor y odio entre dos estados vecinos, pero sobre todo, no me gustaría que una de las comunidades con la mentalidad más progresista de España se marchara y nos dejara a merced de sociedades tan conservadoras como mi amada Castilla y León. A pesar del orgullo vallisoletano que siento, necesito que mis hermanos catalanes tiren de mi país hacia el progreso como tantas veces hicieron en la historia. No olvidemos que cuando ha gobernado la izquierda en España ha sido por una serie de provincias clave con mucha población que han aportado cantidad de diputados hacia sus filas, entre ellas Barcelona. ¿Qué será de nosotros sin ellos?
Y dicho esto, es imprescindible que los catalanes puedan votar sobre su futuro, y cuanto antes. Los líderes del inmovilismo sacan pecho estos días tras la derrota del SÍ en Escocia y elogian al pueblo de aquel país como si hubiera sido más sensato que el catalán, pero se olvidan de que en Cataluña no han tenido la posibilidad de demostrar o no su sensatez. Últimamente hemos visto multitudinarias manifestaciones a favor de la independencia, lo que demuestra que tiene un gran respaldo popular; pero, ¿es mayoritario entre la sociedad catalana? Algunas encuestas dicen que sí; otras, que no. Son encuestas, al fin y al cabo. También hay quien defiende que frente a estos alborotadores existe una mayoría silenciosa que rechaza una emancipación. Todo especulaciones, yo no tengo la menor idea de lo que quieren de verdad los catalanes, y no lo sé porque no dejamos que nos lo digan.
Mientras al mundo entero le ha llegado desde Escocia la imagen de un país libre que libremente ha optado por permanecer dentro de la unión con Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte, de Cataluña sólo tiene la imagen de cientos de miles de personas pidiendo en la calle el derecho a la autodeterminación y la de un gobierno central empeñado en parar a toda costa cualquier pronunciamiento democrático de la sociedad.
La Ley de Consultas ha sido aprobada en el Parlament de Cataluña con un apoyo amplísimo, incluido el de partidos políticos que rechazan la independencia, pero no el derecho a decidir. Se trata de una ley, por tanto, que ha contado con el respaldo de casi el 80 por ciento de los representantes de la soberanía popular catalana. ¿Cómo puede tumbarse esa norma y seguir hablando de sistema democrático?
Ah, sí, lo olvidaba, la prohíbe la Constitución, esa sacralizada Carta Magna que nos negamos a cambiar para adaptarla a los nuevos tiempos y mejorar así su resquebrajada salud. Una ley fundamental sobre la que prácticamente ningún español con menos de 60 años ha podido pronunciarse, imponiéndosele así una herencia sin darle la opción de estar o no de acuerdo. De nuevo, el inmovilismo de unos pocos echando por tierra la democracia.
Cuando una ley con tal respaldo de los representantes de la ciudadanía, que sólo persigue que los ciudadanos puedan pronunciarse en las urnas, es inconstitucional, me inclino a pensar que el problema no lo tiene esa ley, ni las legítimas aspiraciones democráticas de un pueblo. Lo tiene la Constitución, y es hora ya de que pase por el taller (pero de verdad, no como con aquella burla del artículo 135 que promovió de espaldas al pueblo el presidente Zapatero en connivencia con el PP).
No se trata de despreciar el valor de nuestra Carta Magna, sin la cual no se habría podido concluir con éxito un proceso tan complejo como el de la Transición, pero es necesaria adaptarla a los tiempos y flaco favor le hacen los que se cierran en banda. Además, el modelo que hoy tenemos poco tiene que ver con el de entonces. De aquel país que respiraba agitación democrática con una pluralidad de partidos dispuestos a establecer un nuevo tiempo en España, hoy tenemos un bipartidismo agonizante que más recuerda al turnismo de Cánovas y Sagasta, con un presidente escondido permanentemente tras un plasma y un líder opositor que brama contra el populismo mientras se pasea por todos los platós de televisión, y hasta recurre a pozos de miseria humana como Sálvame, para llamar la atención.
Señores mandatarios en Madrid, convenzan a los catalanes de que estamos mejor unidos, como han hecho los de Londres, pero por favor, no vuelvan a decirme que las urnas son ilegales y un problema, no se lo consiento.
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