Al verla, a mi memoria acudieron los olores de ese establecimiento situado en una esquina, al lado de la casa donde pasé parte de mi infancia. No era mi intención comprar nada. Solo quería oler. Alguien podrá pensar que el paso de los años me está afectando de forma ingrata y que mi cerebro ha comenzado a enviar al resto de mi cuerpo órdenes que se alejan un tanto del comportamiento de un hombre que arrastra el peso de sesenta y seis años a su espalda, pero el deseo de volver a oler lo que hace más de medio siglo mi cerebro había grabado hicieron que entrara en aquel lugar.
Al rato salí de allí frustrado porque aquello que había penetrado por mis orificios nasales no se parecía apenas a lo que mi memoria recordaba. Lo achaqué a que ahora casi todo viene envasado al vacío, y lo que no está envasado, una vez que comienzan la pieza la envuelven en una película de plástico que tanto mal está haciendo a la naturaleza. El caso es que los olores están comprimidos, apresados entre las paredes transparentes de esas envolturas que teóricamente conservan las propiedades de los alimentos que nos llevamos a casa.
Mientras caminaba me picó el recuerdo de mi madre asomada al balcón de ese segundo piso donde vivíamos, en apenas cuarenta metros cuadrados, mis padres, mi hermano y yo; llamándome para decirme: ¡vete a donde el señor Antonio y que te de cuarto y mitad de mortadela y medio kilo de azúcar!
¡Cuarto y mitad!, ¿alguien se ha preguntado cuantos años hace que nadie pide “cuarto y mitad” de mortadela, o “mitad de cuarto” de jamón de york?. Porque en aquellos años de aquella interminable postguerra así era como se compraba.
Me vi corriendo hasta aquella pequeña tienda de puertas de madera pintadas de color crema y cristales transparentes, la misma que tenía un cierre metálico que nunca se subía hasta el final para no tener que usar el gancho para bajarlo cuando cerraban. Me gustaba entrar en aquél espacio de estantes repletos de latas grandes y pequeñas, de sacos con legumbres colocados en el suelo y con el borde recogido para exhibir bien las lentejas, las judías blancas, las carillas, los garbanzos; con aquellos tarros redondos de cristal con tapa metálica llenos de caramelos de mil colores; y colgadas del techo, las bacaladas, las tiras de pimientos secos y alguna que otra hoja de tocino rancio y salado.
Detrás de un mostrador de madera, desgastada por el roce de las manos y de los años, estaba el señor Antonio y su mujer, él vestido con una bata blanca e impoluta, ella con un delantal también blanco y ribeteado de puntillas almidonadas y una cara sonriente; también estaba Antoñito, su hijo mayor, de quien su madre decía que cuando nació le había soplado un ángel, y cuya mente no daba más que para saludar con una exagerada sonrisa a cualquiera que traspasase la puerta y bajar al sótano por una trampilla que estaba siempre abierta, a buscar los artículos para reponer los que se iban terminando; siempre obediente, siempre silencioso, siempre conforme en la estrechez de su mundo. Algunas veces coincidí en la tienda con el hijo menor de aquel matrimonio de gente amable, un chico alto, moreno, con unas facciones atractivas, a quien Antoñito no paraba de abrazar y de decir a todos los clientes que su hermano estaba estudiando para médico.
Cuando entraba en aquél pequeño universo, que como nombre tenía solamente la palabra “ULTRAMARINOS” rotulada sobre el dintel de la puerta con elegantes letras color burdeos, el reloj se me paraba. Nunca tenía prisa, y por eso dejaba que las señoras que habían entrado después que yo pidieran primero. Me extasiaba viendo como atendían aquellas personas, como cortaban el bacalao con la cizalla, o como hacían los cartuchos con el papel de estraza, echar dentro los garbanzos y ponerlo sobre uno de los platos de una báscula que tenía al lado un cajoncito de madera con pesas, las grandes de hierro, las más pequeñas de latón.
Después de atenderme y antes de marcharme sin pagar; porque entonces no había que pagar, ya se encargaba el señor Antonio de apuntar en una libreta lo que me había llevado, para que el día que le viniera bien mi madre pasara por allí a liquidar la cuenta, aquel hombre abría uno de los frascos de cristal y me regalaba un par de caramelos, o un chiche Bazooka, de esos que hacían unos globos muy grandes.
Y salía de aquella tienda corriendo, sorteando en mi camino los sacos de legumbres y un barrilete de arenques que siempre estaba en la puerta, mostrando a sus inquilinos grasientos y con brillos nacarados, tan apretados como ordenados en su interior. Y volando sobre los adoquines de aquella calle estrecha y tranquila llegaba al portal, subía las escaleras de dos en dos para llegar a casa, porque sabía que esa mortadela que llevaba era para que mi madre me hiciera una bocadillo para merendar, y después, un vaso de leche fresca.
Esta memoria mía, que a veces se me rebela, me trajo esos momentos felices y el recuerdo de esas tardes de primavera, cuando después de merendar hacía los deberes que nos habían puesto en el colegio y al terminar me asomaba al balcón y miraba calle arriba, esperando ver a mi padre bajar la cuesta regresando del trabajo, mientras, mi madre iba preparando la cena y mi hermano jugaba en el suelo de la cocina.
Gonzalo Arjona
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