Estaba en esa época donde sólo queda disfrutar y recordar los buenos momentos, los malos no merecen el recuerdo, pero tampoco el olvido, son pura experiencia que debemos aprovechar. Era su momento de contemplación, de seguir mirando adelante, sabiendo que ya hemos recorrido gran parte del camino. El viaje a Ítaca.

Miraba las cosas como si las descubriera por primera vez. Había encanecido prematuramente y eso le confería un aspecto de senador romano capaz de prodigarse en la toma de decisiones importantes, pero también en sacarle a la vida su mejor jugo… sin exprimirla demasiado. No tenía prisa, sabía que navegaba de regreso, pero sin prisa.

No proyectaba futuros, ni siquiera inmediatos, se limitaba a vivir el presente, el que le ofrecía el alba y luego, el alba siguiente y el nuevo amanecer más tarde; una sucesión de presentes encadenados que hacían del calendario un amigo y no una amenaza. Sabía que no llegaría a ver todos los horizontes; sin embargo, trataba de disfrutar de los paisajes.

Cuando le dieron la noticia le cogió desprevenido. Se sentía bien, al margen de aquellas molestias. Se dispuso a afrontar el mal trago con serenidad y con esperanza, por eso ingresó en el hospital con la convicción de que todo aquello no sería el fin. Sin embargo los avisos habían llegado demasiado tarde y su velero se había adentrado en una bruma espesa de imposible retorno. Le robaron la esperanza entre argumentos clínicos de doctas expresiones y conclusiones estúpidas, porque es una necedad que te digan que te tienes que ir corriendo cuando lo que deseas es pasearte por la vida. En un momento todo se vino abajo, le dieron el alta porque no había nada que hacer, porque esta vida es finita y porque la Parca viene cuando le place… o no.

Mi viejo amigo comprendió, y como siempre había hecho, tomó las riendas de su propio destino. Volvió a su casa a organizar su postrer viaje, mientras todos se preparaban para que éste fuese lo más duradero posible. Llegaron los dolores, tremendos bocados de la naturaleza que anuncian el principio del fin, la morfina fue un alivio momentáneo que se convirtió en pura necesidad, las dosis fueron aumentando hasta convertir el alivio en adormecimiento estéril.

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Comentaba con el marido de una de sus hijas que no sabía si era peor el sueño de pesadillas continuas que le proporcionaba la droga o el estado de semiinconsciencia de los momentos de fugaz claridad, porque estos andaban preñados de visiones extrañas e irreales. Le contaba como veía los troncos de los árboles de su jardín blandos como la mantequilla, ondulándose como bailarinas en una imaginaria danza de quiméricos vaivenes y lo peor, le decía, era saber que aquello no era real, que su memoria tenía guardadas las texturas, los colores y los olores reales de su jardín; que conocía palmo a palmo su casa y que ahora los rincones familiares se le hacían huéspedes.

Olvidé decirles que mi viejo amigo era holandés y que en función de la legalidad vigente en su país pudo tomar una decisión muy acorde con su forma de vivir y de pensar. Cuando aparecieron los médicos policiales para corroborar la opinión de sus colegas y autorizar la eutanasia, mi viejo amigo se sintió aliviado. Llamó a sus hijas, a la que reside en Holanda pudo contárselo directamente, a su hija menor que reside en España y que había regresado a Barcelona después de estar con su padre las últimas semanas, le pregunto muy sereno si le iba bien a ella y a su esposo viajar a Holanda para despedirse y asistir a sus funerales: ¿Os va bien el lunes o preferís el martes?, les dijo con absoluta naturalidad.

Esperó tranquilamente en su cama, después de compartir con sus hijas y con sus yernos los últimos momentos y renunció a estar sedado. Pudieron hablar de todos los detalles legales de la situación. A las ocho en punto de la tarde, tal y como se había convenido, sonó el timbre de la puerta y apareció el doctor. Mi viejo amigo hizo una broma sobre la puntualidad del facultativo, éste preparó las dos inyecciones; la primera era para dormirle y al cabo de un rato le suministraría la segunda que paralizaría su corazón. Se despidió de todos y cerró los ojos, luego se durmió profundamente. Cuando el doctor iba a inyectarle la segunda, comprobó que ya había fallecido durante el mejor de los sueños.

No voy a polemizar sobre la conveniencia o no de la eutanasia, tampoco sobre la decisión de mi amigo, ni siquiera pretendo hacer el más mínimo comentario deontológico, ni por supuesto, religioso. Eligió su día y con ello burló un poco a la muerte. Sólo puedo decirles que murió tranquilo.