1. El esplendor de la mentira
Con la ingente nómina de divinidades que acumula la mitología universal, sorprende de veras que ésta jamás haya engendrado un dios para personificar la mentira, a juzgar por su ingrata omnipresencia en la etología humana. En el pantanoso terreno de la política, y más concretamente en su dimensión internacional, han echado mano de la mentira gobiernos y mandatarios de todo pelaje (democracias, dictaduras, monarquías), lugar (aquí y allá, pero más aquí que allá) y momento histórico (desde la época helenística y las milenarias dinastías chinas, hasta nuestros días), para justificar invasiones, guerras, y por supuesto ese último grito del belicismo denominado ataque preventivo. La verdad, o aquello que era suplantado por la mentira, se vuelve una contingencia que aflora o no mucho más tarde, cuando la cifra de muertos es pasto del olvido, cuando se ha disuelto todo el interés, entre otras cosas porque la sociedad tiende a morder el anzuelo del siguiente titular bomba, no con insultante facilidad, sino por pura necesidad, pues ello equivale, en definitiva, a estar al día.
Tanta injerencia y visibilidad han propiciado que la mentira, cual criatura viviente, se haya visto sometida a las fuerzas de la evolución para adaptarse del mejor modo a cada momento en el seno de la modernidad líquida. Sólo que evolución casi nunca significa progreso, sino que a veces supone retroceso. Muestra de ello es el ya reconocible modo de mentir de los últimos presidentes norteamericanos, que por mérito propio ha alcanzado la categoría de fenómeno, así por su particularidad esencial, que enseguida veremos, como por la ligereza con que ha sido imitado por mandatarios europeos. Tal estilo ha sido desgranado con pormenores por Christian Salmon en Storytelling. La máquina de fabricar historias y formatear las mentes (1). No vamos a bucear en este libro ni en la copiosa bibliografía consagrada a la mentira (Platón, Arendt, Heidegger, Derrida y un inacabable etc.), pero sí repasamos a vuelapluma los ejemplos más conspicuos. Basta con desempolvar los argumentos que se manejaron para allanar el terreno antes del bombardeo de Afganistán a propósito de los atentados de 2001 en EEUU. Bajo el bochornoso eslogan de Venganza Infinita, reemplazado casi al momento por el no menos vergonzante Libertad Duradera, resultaba que el régimen talibán estaba detrás de todos los males del mundo y ¡ay!, encima albergaba en sus montañas terroristas y enemigos de Occidente. Para ganar simpatizantes ante la invasión de Irak, tres cuartos de lo mismo: la ligazón de Sadam Husein con Al Qaeda, y la posesión de armas de destrucción masiva sentaron la base sobre la que se edificó un bloque de 935 mentiras (2). Ahora la pelota está en el campo del Irán gobernado por Ahmadineyad, al que se le endosan macabras intenciones para con el enriquecimiento de Uranio. Son argumentos que no calaron con la facilidad estimada. Es lo de menos. Para rematar la faena, se abre paso al complejo gigantesco de los grandes grupos mediáticos, expertos en hacer creíble lo inverosímil mediante la rudimentaria técnica de machacarnos ad nauseam. Entre tanto, unos más que otros, se hartan de ganar dinero. Las portadas anunciando guerras agotan las tiradas. Al otro lado de los Pirineos, por ejemplo, se ha logrado la cuadratura del círculo (3): “Francia se convertía así en el único país del mundo en el que sus esenciales órganos de prensa están en manos de vendedores de armas y aviones militares (…)”.
Lo más irritante del arte de mentir contemporáneo (storytelling) es su escasa laboriosidad, desidia derivada sin duda de la presunción del bajo coeficiente de inteligencia de la sociedad. Las trolas parecen haber sido ideadas por niños de parvulario, y no por sesudos y experimentados especialistas en marketing y manipulación de masas, o incluso en esa técnica aberrante y horrorosa pero extrañamente certera llamada motipulación, por la cual el sujeto manipulado, se siente tan a gusto que encima se motiva y hasta acaba creyendo que los argumentos falsarios son de cosecha propia. Como si el mero hecho de embaucar ya fuese suficiente y no hubiese espacio ni tiempo, ni lo que es peor, derecho – ¡qué menos! – para la mentira elaborada, de calidad, que aquí reivindicamos con franca resignación. De extenderse en un futuro inmediato esta práctica canalla al ocio, por ejemplo, los actores de una obra de teatro saldrán al escenario cogidos de la mano antes del comienzo de la función a recibir los aplausos del público, sin demostrar sus dotes interpretativas, y al término de la ovación, tales actores darán su trabajo por concluido y se marcharán a casa. La única diferencia es que, seguramente, el público linchará al taquillero y al acomodador y, sin embargo, para abofetear a un presidente, parece que nos debemos conformar con arrojarle un zapato.
2. De la milonga a la leyenda
Espigando en la historiografía de la mentira, enseguida afloran dos iconos centenarios que han servido para amparar exploraciones, conquistas y colonizaciones duraderas bajo un manto a priori loable y libre de toda sospecha. Se trata de las leyendas de El Dorado y del Preste Juan. No cabe duda que éstas son más ricas y consistentes que las mentiras manufacturadas por el storytelling, aunque la diferencia no es abismal. No se puede descartar que estas leyendas, en proceso análogo al del vino en barrica, mejoren con el paso del tiempo. A este respecto, sostengo que ni antes ni ahora el individuo de a pie creía a pies juntillas en estas milongas. Ahora bien, son estas milongas, a falta de otras que no adquieren mayor resonancia, las que acaban sedimentando y quedando registradas en los documentos, que son la materia prima sobre la que los historiadores moldean su versión del pasado. En virtud de esta premisa, es esperable que argumentos como la posesión de armas químicas en Irak, se conviertan en tres o cuatro siglos en una leyenda para asustar a los niños, y los invasores norteamericanos en superhombres todopoderosos de novela gráfica.
El Dorado es un mito exclusivo de la Indias Occidentales, ampliamente visitado por la bibliografía americanista (4), y se sitúa en el centro de lo que también se llamó la epopeya indiana de la conquista. Una hipótesis defiende que el mito de El Dorado nace con los vientos que anuncian la génesis de un imperio, teniendo como germen una leyenda indígena. Es decir, se dio una suerte de trasvase o apropiación del mito para adaptarlo a los intereses coloniales. Al principio se creyó que en la Ciudad de Oro reinaba el Príncipe Dorado, pero luego esta figura desapareció cediendo todo el protagonismo de la leyenda a un lugar físico, un topónimo. Así, a El Dorado se le asoció con un reino fabuloso virgen, que aguardaba ser conquistado. A falta de una imagen canónica, tanto se especulaba con una ciudad fantasmal, con una ciudad nómada, como con una ciudad abisal sumergida bajo aguas lacustres. Desde Quesada hasta Raleight, se contaron por decenas las expediciones que se hicieron bajo el síndrome de El Dorado. Se persiguió el reino áureo por las costas de Colombia y Venezuela. Más tarde, con la sequía de resultados e indicios alentadores, se desvió el punto de mira de Colombia a las Guayanas. Pero El Dorado nunca apareció.
Anticipándose un par de centurias a El Dorado, la leyenda del Preste Juan emergió como subterfugio para avalar la Segunda Cruzada y para dar pábulo a las ansias de crear una cristiandad oriental. Las primeras noticias de su aparición datan del siglo XII y están recogidas en algunas crónicas germánicas, siendo la más fiable la del historiador Otón de Freising (5). Según Peter Forbath “la creencia de que había un rey y un reino cristianos en algún lugar más allá de los dominios de Persia y Armenia, en algún lugar más allá de los dominios de los infieles mahometanos, en algún lugar del desconocido reino del Extremo Oriente ya estaba muy difundida desde los tiempos de la Primera Cruzada. Al avivar las esperanzas de que este rico y poderoso monarca cristiano resultara un valioso aliado en la Segunda Cruzada, el obispo Hugo puede haber estado tratando de explotar adrede aquella idea para satisfacer intereses personales” (6).
En la célebre carta apócrifa que el Preste Juan dirigió a Federico Barbarroja, hacía partícipe al emperador del Sacro Imperio Romano de que “yo, el preste Juan, que reino supremo, sobrepaso en riquezas [véase que “riquezas” figura en el primer lugar de la lista], virtud y poderes a todas las criaturas que habitan bajo el cielo. Setenta y dos reyes me pagan tributo. Soy cristiano devoto, y…”. La epístola tuvo la misma repercusión social que el almacén de armas químicas que nunca apareció y “De un plumazo pareció confirmar la existencia de un rey y un reino cristianos en algún sitio enclavado al otro lado del mundo. En medio del oscuro torbellino de rumores, fantasías y relatos de viajeros que habían circulado durante casi un siglo, la leyenda del preste Juan cristalizó y llegó a hipnotizar de tal modo la imaginación medieval que durante casi quinientos años se mantendría inconmovible. Esa carta determinaría una búsqueda tan romántica, quijotesca y trascendente como salir en pos del Vellocino de Oro, el Santo Grial o la Fuente de la Juventud y se convertiría en la gran fuerza motriz de la primera gran época de exploraciones y descubrimientos europeos” (7).
Mucho tiempo después del fracaso de un reino cristiano en Asia, la leyenda desplazó sus coordenadas geográficas a Abisinia. Tampoco allí se sacó nada en claro y, a falta de una confirmación definitiva sobre su localización, se reubicó al Preste Juan en el Congo, ya de forma definitiva. Pero allí tampoco se dio con su sombra, aunque esta pretendida decepción resultó generosamente compensada con la trata de esclavos y el comercio de caucho, beneficios que abortaron misiones futuras. Igual que la ubicación mutante de El Dorado, El Preste Juan se mostró escurridizo, dicho de otra forma, afloró un nexo delatador entre la deriva geográfica de sendas leyendas y los territorios vírgenes susceptibles de ser conquistados por las potencias europeas.
Más allá de singularidades inocuas como que el Preste Juan alude a una figura humana y El Dorado a una ciudad áurea, ambas leyendas comparten semejanzas fundamentales. La más clamorosa es aquello que los supuestos exploradores y sus ejércitos, contingentes o porteadores perpetraron en su nombre. Es de sobra conocido. En América Latina los españoles cometieron uno de los primeros genocidios de la Humanidad, como denunció a la sazón Bartolomé De las Casas (8), y, entre otros, Rafael Sánchez Ferlosio (9) para recordar al patrioterismo recalcitrante que la celebración en 1992 del Quinto Centenario estaba manchada de sangre. En el Congo y el resto de África, portugueses, belgas, holandeses, ingleses hicieron lo mismo mientras trataban de dar con el Preste Juan, como queda recogido en El fantasma del rey Leopoldo (10). En síntesis, bajo la idea genérica de la búsqueda de un paraíso, los conquistados fueron sometidos a un holocausto.
3. El paraíso, ¿otra mentira para los africanos?
Desde hace unos años, asistimos a la génesis y consolidación de una mentira que, en mayor parte se ha divulgado desde los países del Norte a través de la publicidad, del turismo, de los efectos llamada, y de una tolerancia tácita de los gobiernos para dar cobertura a la mano de obra (11). La falacia consiste en asociar Europa o algunos de sus Estados miembros con la imagen de paraíso. Tal vez existan individuos ingenuos que desean partir embrujados por una idealización de Europa o por una interpretación pragmática del concepto de paraíso, pero lo común es que la mayoría conciba el paraíso como un lugar donde sencillamente existe demanda del mercado laboral, como un lugar que, aun imponiendo condiciones abusivas y explotadoras, éstas mejoran siempre a las del país de origen. Es paraíso en tanto se sitúa como contraposición de la miseria y de la desesperanza. Los nuevos “bárbaros” están necesitados, pero no se llevan a engaño. Sin embargo, no por ello dejan de llamarlo paraíso.
En comparación con El Dorado y el Preste Juan, los atributos de este paraíso en letra minúscula se presentan invertidos. Antes, el flujo humano era de conquista y dominante (al menos para los casos a los que nos referimos) y ahora es migratorio y sumiso. Antes era por naturaleza expoliador, organizado e institucionalizado, y ahora es ilegal, desorganizado hasta el punto de ser temerario y mortífero, y a título individual. Antes los sitiadores, como apunta Vidal-Naquet (12), presumían de orden y eficacia militar, mientras los asediados encarnaban el atraso, la cortedad de luces. Ahora los “invasores” son paupérrimos, y los asediados acumulan excedentes y tiran la comida. Sin embargo, tratándose de un inequívoco proceso migratorio, los ciudadanos de acogida perciben que están siendo invadidos, y crecen el rechazo y la xenofobia.
Antes se colonizaban países ricos en recursos, y ahora se emigra a donde están los recursos en nombre del paraíso, pero no para expoliarlos o devolverlos a origen, sino para arañar una ínfima fracción.
Con la salvedad que el inmigrante, a diferencia del conquistador, no inflige tortura a los autóctonos, sino que son éstos muy dados a maltratar a los recién llegados (los paladines de la leyenda urbana que vincula delincuencia con inmigración, de una vez por todas deberían calcular cuántos palos hacen falta por parte de la comunidad extranjera para igualar el robo del muy honorable ex director-gerente del Palau de la Música Catalana). Sin descuidar el calvario de la obtención del permiso de residencia, papeles, etc. todo esto es sólo una ínfima parte de lo que sucede mientras el inmigrante aterriza en el lugar que soñaba como paraíso.
Un testimonio de lo que sucede antes de que se establezca el contacto entre el recién llegado y el paraíso, que en el mejor de los casos cristalizará en modesta prosperidad y obtención de papeles, y en el peor, en el ingreso en un centro de acogida y una posterior vuelta a origen, está recogido por Kalilu Jammeh en su impagable libro El viaje de Kalilu. Cuando llegar al paraíso es un infierno. De Gambia a España: 17.345 km en 18 meses (13).
4. El viaje de Kalilu
El viaje de Kalilu narra en primera persona el periplo a través del continente africano de un ciudadano gambiano que tiene como meta hollar territorio español. El suyo es un relato desgarrador, escalofriante, hipotecado por la muerte (“Yo estuve presente en más de seis funerales a la semana durante un año”), sin apenas respiro para la esperanza. Por las páginas de este libro desfila un profuso catálogo de la miseria humana, en el que el hambre, la miseria y la imposibilidad matemática de vislumbrar una línea alentadora en el horizonte, vician las conductas y las reducen a un sálvese quien pueda casi siempre inmisericorde con el prójimo. Kalilu Jammeh se limita a transcribir lo que sufre en carne propia, sin florituras, por ello es preciso advertir que la crudeza del relato alcanza o incluso supera las cotas más desconcertantes y radicales del universo kafkaiano, sólo que a diferencia de aquél, ni son producto de la ficción ni arrancan ninguna clase de sonrisa. El absurdo y el sin sentido se conjuran tal que así: tras ser encarcelado sin motivo de peso, un preso muele a palos a Kalilu Jammeh porque sí, el cual vuelve a ser víctima de una paliza al instante por los funcionarios de la prisión como correctivo por la pelea. O tal que así: Kalilu Jammeh recibe una puñalada por rechazar una oferta de viaje de un grupo de muchachos desaprensivos, que además era fraudulenta. En esas condiciones, es comprensible que se agote la paciencia de Kalilu, y en algún momento, presa de la impotencia, pondere la posibilidad de acabar con alguien que le ha engañado. Contra estas adversidades, la resistencia y la suerte son clave en todo momento, tanto en el plano físico como en el psíquico y el espiritual. Al menos para Kalilu, la fe es aliada indispensable, y espantapájaros de una muerte acechante.
No es sólo que Europa endosará a Kalilu Jammeh la etiqueta de ilegal, es que parte sin papeles desde Serekunda, como el resto de compañeros de Ghana, Senegal, Guinea, Nigeria, Malí. Ello supone un agravante a la dificultad intrínseca del viaje y, para paliarlo, según convenga implicará hacerse pasar por ciudadano malinés gracias a sus nociones del idioma bambara, o apoquinar la “multa” cada vez que sea descubierto, o acatar lo que la autoridad resuelva a su arbitrio, como ser robado por ella. A todo esto, es consigna de todo viajero que emprende la “Gran Aventura” (14) no desvelar su nacionalidad, confesión que sólo genera problemas. Por ejemplo, a medida que Kalilu Jammeh se acerca a Argelia, se agranda el temor de la deportación, que consiste en regresar saltando de prisión argelina en prisión hasta la frontera con Malí. Sin embargo, llegado el instante en que son abandonados a su suerte en mitad del desierto, siempre comparece una banda de tuaregs ofreciendo rescate a cambio de dinero. Y, si no hay dinero, a pocos metros se extiende un cementerio a la intemperie donde echarse a descansar…
Una de las cuestiones más llamativas del relato de Kalilu Jammeh es la imposibilidad tormentosa de dar sepultura digna a los muertos debido a los imperativos consustanciales al viaje. En el mejor de los casos, en mitad del desierto se les cubre con arena o un montón de piedras. Pero como a menudo predomina un cóctel de urgencia y ausencia de un pico y una pala, los óbitos permanecen hasta Dios sabe cuándo en la posición de la última exhalación. O son cubiertos por ramaje, o vertidos a un socavón, casi siempre bajo la amenaza del guía de turno o del conductor del transporte, obcecado en desembarazarse cuanto antes de los fiambres ante el miedo de la presencia policial. Esto significa que los sepultureros accidentales ejecutarán la ceremonia con el cañón de una escopeta apuntando a sus nucas. Ni siquiera ello les liberará de un sentimiento de culpa al que no pueden sustraerse debido a que su interior les dicta que deberían completar la ceremonia con el respeto que merece todo ser humano. Pero en esta pesadilla macabra hasta los agonizantes hacen gala de una humanidad encomiable: “No tuvimos otra opción que dejarlos en la montaña. Como sabían que estaban a punto de morir, entregaron su pasaporte y su dinero a sus compañeros de Malí. Sus últimas palabras fueron de disculpas para todos nosotros por haber fracasado y hacernos perder tiempo. Mientras intentábamos consolarlos, el gido siguió andando, por lo que tuvimos que correr para alcanzarlo. No nos quedaba más remedio que dejar a los dos chicos morir en paz y solos”.
Desde una óptica estrictamente documental, El viaje de Kalilu se revela como un libro valiosísimo. Todos los actores que participan y se lucran a costa de los centenares de viajeros que circulan, aparecen retratados. El kocseur, lo más parecido a un jefe de estación, es el responsable de fijar horarios, precios, partidas y llegadas, asignación de conductores de autobuses; coexiste, naturalmente, la figura del kocseur impostado. Los gidos, guías no oficiales dedicados a orientar a los viajeros por el camino, componen un entramado que se extiende por todo el continente africano, a través de los cuales se puede recorrer a pie de norte a sur y de este a oeste. Los fuwai son barracones donde se hospeda a los viajeros en ruta, donde viven hacinados en condiciones insalubres, lo cual no les exonera de pagar precios prohibitivos. En Maghnia (Argelia), el cráter de una cantera en desuso alberga un complejo de guetos bien organizado. Cada gueto se corresponde con un país, y desde aquí, tras saldar una cuantía aproximada de 1300 dólares, parten los viajeros hacia el Sahara Occidental (luego viene el mar, luego el paraíso) o si no tienen con que pagar, salen rebotados hacia atrás, hacia el desierto argelino.
5. Los héroes mortales
Hace poco más de una década, unas declaraciones del escritor barcelonés Eduardo Mendoza suscitaron un fructífero debate acerca del porvenir de la novela (15). Contra la ira de los paladines acérrimos, Mendoza vaticinaba una pronta extinción del género, que enseguida recabó el apoyo de personalidades de la república de las letras como la de Ignacio Echevarría que, además, aportaban un argumento solvente: “que el sustrato último de la novela es la épica y nuestra época no produce situaciones épicas”. Es tan cierto como sospechoso que vivimos tiempos en que todo parece estar abocado al final de un ciclo, desde la Historia (Francis Fukuyama) y las arrugas (Botox, etc.) hasta el libro de papel (e-book) y el pescado fresco (piscifactorías). Otras voces emergentes como la del crítico literario Miguel Espigado (16) se decantan por las nuevas vestiduras con que se engalana la épica del siglo XXI, aun reconociendo que “No hay necesidad alguna, al margen de las estrambóticas alegaciones de un improbable filólogo desde sus catacumbas, de revitalizar un concepto que parece inevitablemente ligado al pasado”.
Historias personales como la de “El viaje de Kalilu” invalidan la defunción fenomenológica de la épica. Otra cosa bien distinta es que haya desaparecido el interés por ella, lo cual propicia y explica que pase desapercibida, o no se identifique como tal por mucho que se deshaga en piruetas ante nuestras narices. En este sentido, consideramos que el viaje de los africanos a través del continente negro constituye un ejemplo notorio de épica o acto heroico. No es la primera vez que se traba parentesco entre aspectos de la inmigración y el paradigma de la epopeya clásica, la Odisea de Homero (17). Ahora bien, si anteriormente se ha empleado esta epopeya para abordar la inmigración desde el país de acogida, aquí nos circunscribimos a lo tocante al viaje, donde Ulises, Kalilu Jammeh y por extensión el total de los epígonos anónimos, se ven forzados a superar una dura concatenación de pruebas para sobrevivir. La añoranza y la soledad, padecimientos que afectan al héroe clásico y a Kalilu Jammeh, y que, en consecuencia, se alzan como rasgos de la épica, han sido ampliamente estudiados por el psiquiatra Joseba Achotegui (17), y los pasaremos por alto.
Sí nos detenemos, sin embargo, en lo tocante a las pruebas. Sobra refrescar las penalidades que tuvo que sortear Ulises para alcanzar Ítaca: huracanes, el canto letal de las Sirenas, hechiceras, animales divinos emponzoñados, el cíclope Polifemo devorador de hombres, etc. En cuanto a las pruebas (terrenales) a las que se enfrenta Kalilu Jammeh: policía corrupta, picaduras de serpientes, minas antipersona, estafadores y bandidos a menudo conchabados con gidos, chóferes y kocseur que en lugar de cubrir el trayecto contratado, conducen a los pasajeros como reos hasta lugares donde, indefensos, son desplumados; accidentes mortales de tráfico, condiciones infrahumanas en casi todo momento, insoportables hasta el grado que, igual que quien sorprendido por las llamas de un incendio determina poner fin a su vida voluntariamente antes de soportar el martirio un segundo más. Y siempre: el hambre, la sed, el desierto, el mar y el océano. En cada prueba, la vida de Kalilu Jammeh pende de un hilo, pero superar una prueba no da garantías para batir la siguiente.
Una vez aceptado que el viaje de Kalilu Jammeh se postula como una epopeya de nuestro tiempo, pasamos revista a los héroes mortales que la protagonizan, que por lo demás, son todos los que parten, con independencia de donde llegan. O lo que es lo mismo, la heroicidad no es galardón privativo de quienes acarician la ansiada meta europea. De este modo, los héroes mortales pueden dividirse en dos grandes bloques: los que sobreviven, y los que mueren en el intento. Y, entre los que mueren, encontramos los que lo hacen en tierra firme, y los que fallecen ahogados, o en el tránsito marítimo por distintas causas, y son arrojados al mar tras recibir una oración. Entre los que sobreviven, aprovechamos estas líneas para mostrarles nuestra solidaridad y admiración por su coraje. Ellos son bebés, niños, adolescentes y hombres. Y ellas. Según Kalilu Jammeh, no suelen viajar mujeres de Gambia ni de Senegal, pero sí de Burkina Faso, Malí, Guinea, Nigeria, y todo el Magreb. Y no pocas viajan embarazadas. Los embarazos responden a dos motivos, a cuál más siniestro: violación, o prostitución como fuente de financiación para proseguir el viaje. También son héroes los que se rinden y regresan a la tierra que les vio nacer, acomplejados por el fracaso, a la espera de que recaiga sobre ellos la humillación y la decepción ajena. Asimismo son héroes los que, por infortunio, falta de dinero, o lo que sea, permanecen estancados, atrapados en países y lugares extraños (cuevas, estaciones, territorios de frontera) mientras nadie conoce su paradero. Por último, son héroes todos los familiares condenados a vivir en la incertidumbre, o a enterarse por un rumor que sus hijos han muerto, o, en el mejor de los casos, a saberlo a ciencia cierta porque los cuerpos son escupidos por el mar en un gesto inusualmente piadoso (gracias a que algunos cadáveres llevan sus señas de identidad cosidas o marcadas en el forro del pantalón).
6. Idwa, la orilla (18)
El Estrecho de Gibraltarno es sólo la morgue de los héroes mortales. También es su verdugo y su dragón.
No en vano, esas aguas inquietantes del Mar Mediterráneo reciben el sobrenombre de “tragahombres”. Las mismas aguas, aunque bajo el glorioso rótulo de Océano Atlántico, sorben las personas que buscan la orilla de las Islas Canarias en vez de las de Tarifa.
Los capítulos finales de El viaje de Kalilu, referentes a la travesía por el Atlántico son estremecedores. Por desgracia, casi cada día tenemos noticia de rescates, hipotermias, cuerpos tendidos en la arena, naufragios.
NOTAS
- Christian Salmon, Storytelling. La máquina de fabricar historias y formatear las mentes. Península, 2008. En la web de Península (http://www.edicionespeninsula.com), existe la posibilidad de descargar el iluminador prólogo del libro en formato pdf.
- Roberto Montoya, 935 mentiras para justificar la guerra de Irak. Periódico Diagonal. Marzo de 2010. http://diagonalperiodico.net/935-mentiras-para-justificar-la.html?var_recherche=935%20mentiras
- André Schiffrin, El control de la palabra. Anagrama, 2006
- Demetrio Ramos, El mito del Dorado. Ediciones Istmo & J. M. Gómez-Tabanera. Madrid, 1988
- L.N. Gumilev, La búsqueda de un reino imaginario. Crítica, 1994
- Peter Forbath, El río Congo. Turner, 2002
- Ibid.
- Bartolomé De Las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias. Sarpe, 1985
- Rafael Sánchez Ferlosio, Esas Yndias equivocadas y malditas. Ediciones Destino, 1994
- Adam Hochschild, El fantasma del rey Leopoldo. Ediciones Península, 2007
- “(…) existe un consenso implícito de los sucesivos gobiernos [españoles], tanto de derecha como de izquierda, en el sentido de que la inmigración irregular es la solución a la necesidad de suministrar mano de obra extranjera en España”. Rickard Sandell. Inmigración: la perspectiva política. Revista de Libros, octubre de 2007
- Pierre Vidal-Naquet, El mundo de Homero. Península, 2002
- Kalilu Jammeh, El viaje de Kalilu. Plataforma Editorial, 2009
- Pese a que Kalilu Jammeh no hace referencia a esta etiqueta para nombrar su viaje, existe constancia de que muchos africanos se refieren al periplo africano como la “Gran Aventura”. Así lo plasma el periodista José Naranjo en su ensayo Cayucos. Debate, 2006
- Eduardo Mendoza, La novela se queda sin época. El País, 16 de agosto de 1998
- Miguel Espigado, Una épica para el siglo XXI. Afterpost, 26 de febrero de 2010
- Bautizado por el psiquiatra Joseba Achotegui como Síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple, o Síndrome de Ulises (16), esta entidad nosológica la padecen los inmigrantes en los países de acogida por un conjunto de factores: soledad, miedo, duelo por el fracaso del proyecto migratorio, etc. Véase Emigrar en situación extrema: el Síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple (Síndrome de Ulises), NORTE DE SALUD MENTAL nº 21 • 2004 • PAG 39–52
- Idwa equivale en árabe a orilla, litoral. Cuando aparece con el prefijo al-‘idwa, “la orilla”, se refiere a la franja costera que comprendía el Estrecho, en la parte más septentrional de Marruecos. Historia de al-Andalus, de Ibn Al-Kardabus (Akal, 2008)
- Juan Diego Quesada, Una sepultura en el Estrecho. El País, 9 de agosto de 2009
Por Oscar Escudero es miembro del equipo de redacción de http://africaneando.org/
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