Ha llegado el momento de, con gran apremio, implicarse en la gobernanza a escala local y mundial para hacer frente a los procesos irreversibles que constituyen una grave amenaza para la calidad de vida sobre la Tierra.
Hace años que la UNESCO, el Club de Roma, la Academia de Ciencias de los Estados Unidos, el panel de científicos de las Naciones Unidas, han venido alertando primero y alarmando después sobre la necesidad de controlar los efectos perniciosos sobre el medioambiente –tierra, mar y aire- de emisiones de gases “con efecto invernadero” eliminados en la combustión de carburantes fósiles, especialmente utilizados en actividades industriales, transporte, refrigeración, etc.
Resultaba imprescindible, para que todos estos llamamientos no fueran desoídos y se adoptaran las medidas adecuadas, el rápido y eficaz funcionamiento del multilateralismo democrático, a través de unas Naciones Unidas dotadas de los recursos personales, de defensa, técnicos y financieros necesarios para poder actuar con la diligencia y urgencia debidas.
El neoliberalismo no sólo desoyó tantos requerimientos de las comunidades científica y académica sino que puso las riendas del destino común de la humanidad en las manos de muy pocos países (grupos plutocráticos G6, G7, G8, G20), dóciles a la voz de su amo, que decidían siempre en virtud de intereses económicos cortoplacistas, haciendo caso omiso de síntomas de deterioro tan patentes como el cambio climático o la fusión del casquete Polar Ártico.
En el otoño de año 2015, gracias en buena medida al Presidente Obama, se suscribieron los Acuerdos de París sobre Cambio Climático y las Naciones Unidas aprobaron la Agenda 2030, que contiene los Objetivos de Desarrollo Sostenible “para transformar el mundo”.
El periodo de esperanza fue muy breve: el Presidente Donald Trump, siguiendo las pautas de comportamiento de sus antecesores del Partido Republicano, marginó totalmente a las Naciones Unidas y declaró que no pondría en práctica los Objetivos de Desarrollo Sostenible ni los relativos al cambio climático.
Y silencio. Silencio de la Unión Europea que todavía era vista por algunos como referente de unos valores universales que debían prevalecer.
Silencio de los grandes consorcios globales, guardianes celosos de los medios de comunicación e información.
Y silencio, el más incomprensible, de las comunidades académica, científica, artística, literaria,… intelectual, en suma.
Todos distraídos, todos mirando hacia otro lado cuando lo que deberían hacer era tener en cuenta a las generaciones que llegan a un paso de las nuestras y decirle al señor Trump que no se puede atentar impunemente contra la humanidad.
El Presidente norteamericano pidió más dinero para la defensa y todos los países silenciosos fueron, además, sumisos y corrieron a decirle incrementarían sus inversiones en gastos militares y armas. Por lo visto, más de 4000 millones de dólares al día no son suficientes para la defensa territorial… cuando en las mismas 24 horas mueren de hambre y extrema pobreza miles de personas, la mayoría niñas y niños de uno a cinco años de edad.
Ha llegado el momento de tener muy presente cuanto antecede y levantar la voz, ahora que ya, por primera vez en la historia, “los pueblos” pueden expresarse libremente.
Debemos recordar a Stephane Hessel cuando nos recomendaba indignarnos e implicarnos y a José Luis Sampedro cuando advertía a la juventud de que era necesario “cambiar de rumbo y nave”.
Es imperativo proceder sin demora a establecer un nuevo concepto de seguridad, de tal modo que estas ingentes cantidades no se destinen sólo a ejércitos y armas para defensa de los territorios, sino para disponer de unos excelentes sistemas de prevención y acción con los que hacer frente, por ejemplo, a los incendios que calcinan, en la propia Norteamérica, miles de hectáreas, sin que se hayan adoptado durante todo el año las medidas de cuidado de los bosques que son imprescindibles y no se disponga de la tecnología terrestre y aérea adecuada para una actuación eficaz. Lo mismo sucede con otras catástrofes como las inundaciones, los terremotos, los tsunamis… En una palabra, estamos preparados y tenemos en los cuarteles a miles de soldados para abordar los conflictos bélicos pero no los naturales, para asegurar la pertenencia de terrenos pero no el bienestar de quienes viven en ellos.
Una vez más, si se diera a las Naciones Unidas la posibilidad de actuar como corresponde, se aseguraría a todos los seres humanos, iguales en dignidad, las cinco prioridades del Sistema: alimentación, agua potable, servicios de salud de calidad, cuidado del medioambiente y educación.
Insisto: es necesario establecer un nuevo concepto de seguridad para hacer frente a las amenazas globales. Frente a problemas que afectan a la humanidad en su conjunto, reacción de ciudadanos del mundo. En efecto, tenemos que reconocer que, cuantitativamente, la mayor parte de los países son irrelevantes. Frente a la India o China, cada una de ellas con más de 1000 millones de habitantes, la mayor parte de las naciones del mundo carecen, en un análisis sereno, de peso. Pero, pueden ser cualitativamente extraordinariamente influyentes, si demuestran con sus acciones, con sus proyectos, su visión del futuro, etc. que pueden reconducir las actuales tendencias en el mundo y entrar con plena esperanza en la nueva era.
Ha llegado el momento de oír la voz de “Nosotros, los pueblos”, especialmente de las mujeres y jóvenes, que hoy adquieren, en total pie de igualdad, responsabilidades que hasta ahora les estaban vedadas.
Con profunda preocupación por el silencio de unos y por las declaraciones de otros (como la de los responsables de las grandes multinacionales de la tecnología de la comunicación) pienso que es el momento, sin demora alguna, de promover grandes clamores mundiales de los “pueblos”, tan prematura como lúcidamente citados en la primera frase de la Carta de las Naciones Unidas en 1945, pero que son en estos momentos la única esperanza.
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