Votar está muy bien, amoldar las leyes a la voluntad popular es lo deseable, la base de cualquier democracia. Sin embargo, defender el incumplimiento de las mismas cuando nos conviene, el todo vale, se parece más bien a la demagogia. Es difícil saber, más allá de encuestas, cuántos catalanes quieren realmente la independencia y cuántos no, a menos que un día haya un referéndum de verdad. No sirve para conocerlo, digan lo que digan, los resultados de un conato de plebiscito engendrado sin garantías, abortado por las fuerzas del Estado, sin censo, con personas votando varias veces en distintos centros, sin ninguna vinculación legal. Lo que sí parece evidente es que hay un porcentaje altísimo de independentistas, ruidosos y dispuestos a todo, que señalan con el dedo al disidente y exilian a sus figuras culturales por salirse del dogma.
No debería sorprender si atendemos a que, mientras una España miope ha ridiculizado los anhelos nacionalistas y les ha restado importancia, ellos han extendido su propaganda a través de medios de comunicación públicos y de las escuelas, que durante años han limitado las ayudas culturales a compositores, novelistas o dramaturgos que no escribieran en catalán. El gran mérito, como muchos otros han sabido señalar brillantemente antes que yo, ha sido conseguir que la izquierda (tradicionalmente recelosa de banderas y patrias) se haya entregado a algo tan derechista como el nacionalismo, empujada por el miedo al nacionalismo español que excluye como cualquier otro al que no entiende la patria a su manera. Sólo conociendo nuestra disparatada historia reciente puede llegarse a entender que sindicatos anarquistas (por definición en contra de cualquier nación) enarbolen patrióticas enseñas independentistas catalanas.
Y para rematar el suflé, empezamos a marcar negocios de traidores cual comercio hebreo en la Alemania de los años 30, destrozamos libros de escritores opuestos al procés o linchamos en las redes sociales a artistas que en su día sufrieron la represión del franquismo por defender la lengua catalana.
Frente a esto, hay un Gobierno desastroso que durante años se ha negado a abordar el problema con audacia y, cuando el desafío separatista ha llegado a un punto de no retorno, no ha sabido calcular el impacto internacional de unas actuaciones que, aunque legales, son difíciles de justificar en el exterior. No se puede estar permanentemente negando el problema, enfangando el terreno de juego para derribar al Ejecutivo anterior y fomentando en el resto de España el odio hacia los que se supone que queremos mantener en nuestras fronteras.
Así las cosas, en la guerra mediática que camina paralela a esta crisis, mientras una parte callaba (quizá por esa habitual incapacidad de hablar inglés de los políticos españoles), en la BBC o la CNN se podía escuchar, con mayor o peor acento, a los Mas, los Romeva o los Puigdemont pregonando las ansias de libertad de su pueblo.
Para rematar, tenemos el desastre de este domingo, con padres temerarios que usan a sus hijos como escudo humano, autoridades que meten a la Policía en una ratonera, pagando los platos rotos de su incompetencia, en medio del amarillismo propagandista que no falta en ningún bando. Pero eso sí, sin noticias de corrupción en Cataluña o el resto de España. Nada mejor que manipular al pueblo e inventarse un conflicto para desviar la atención. Cuesta creer que ni Rajoy ni Puigdemont estén interesados en prolongar esto mientras usan como marionetas a los que llenan sus balcones con esteladas o rojigualdas, según sea el caso.
Es difícil ver, a modo de triste conclusión, una solución a todo esto. Con manipulación o sin ella, no parece descabellado que como pasara en Cuba, Filipinas, México y demás países emancipados de las Españas, Cataluña haya iniciado ya el camino imparable de su separación.
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