Pero también es cierto que la mayoría de los catalanes, fueran partidarios del sí o del no, querían manifestar el derecho a opinar sobre su futuro. La respuesta del gobierno de Rajoy fue tan miope como desproporcionada. Se refugió tras la cortina legal de la Constitución para impedir una expresión democrática y se atrincheró en un inmovilismo propio de otros tiempos.
La cuestión de Catalunya – se ha escrito mucho sobre ello – es un tema absolutamente político y politizado. Cada una de las partes lo ha utilizado, según le ha convenido, para mantener su estrategia política. La opinión del Pueblo ha sido manipulada, levantando barreras, recelos odios y suspicacias donde no los había. La convivencia de las gentes se ha visto manoseada por intereses políticos y, siempre, para desviar a la opinión pública sobre las gestiones mediocres, las irregularidades económicas, las malversaciones y los partidismos exacerbados. La crisis ha supuesto un plus muy difícil de soportar, y sobre tanta incompetencia la única salida de los más salpicados por la corrupción ha sido la fuga hacia adelante, como en el caso de la antigua Convergencia, y el empecinamiento feroz en el caso del PP.
Les ha sido muy fácil. En Catalunya late una justa reivindicación sobre la financiación autonómica y el reconocimiento de su identidad – sentimiento común en casi todas las Autonomías – ; en la España de los destinos universales – la de charanga y pandereta -, prevalece el trasnochado patriotismo mal entendido y la falta de empatía. Eso suscita y provoca el enfrentamiento y, de paso, asegura el aumento de votos al PP y a los partidos del independentismo.
Si la reivindicación del pueblo catalán hubiese tenido un mínimo de comprensión en Madrid, el gobierno central se hubiese sentado, ya hace mucho tiempo, a dialogar. Si las intenciones de los partidos separatistas hubiesen sido sociales y no políticas, se habrían hecho las cosas de forma muy distinta. Pero para ello se necesitan políticos de talla y fuste para resolver, vuelvo a repetirlo, un cuestión política.
La acción policial del pasado domingo es una de las barbaridades más grandes que se han cometido en nuestra maltrecha democracia. Si el referéndum era ilegal y sin un mínimo de garantías, para qué tal despliegue de fuerza y de insensatez. Bastaba con dejar que se desarrollara una jornada tranquila, que hubiera sido más lúdica que efectiva.
Rajoy se escuda tras las acciones judiciales y el imperio de la ley. Si así fuera, hace dos años, las fuerzas de seguridad del Estado tendrían que haber irrumpido, rompiendo las cristaleras de los bancos, sacando por los pelos a los consejos de administración, a los presidentes y a los directivos que se habían cebado sobre el Pueblo con sus indecentes hipotecas y sus más que ilegales preferentes. Si así fuera, hace unos meses la guardia civil tendría que haber asaltado la sede del PP en la calle Génova y llevarse a porrazos a todos los corruptos al Palacio de Justicia. Si así fuera, tendría que haber obligado, la mayoría parlamentaria, a sentarse a Rajoy con Puigdemont. Eso sí sería el imperio de la ley y de la democracia.
Pero con su desconocimiento de la verdadera democracia, Rajoy ha conseguido lo que los independentistas querían, dejarle con el culo al aire y que el mundo viera como se “resuelve” el tema catalán. Y ahora, a cada hora que pasa, la cuestión se va enquistando cada vez más. Y con ella, la verdadera Democracia.
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