En primer lugar defiendo las libertades en todos los sentidos y en particular la de libertad de expresión y la de información. Somos, las ciudadanas y ciudadanos de este país, gentes con niveles medios de estudios y comprensión para entender ciertas situaciones, analizarlas con objetividad y tomar conciencia de lo que sucede, personalmente, sin dejarnos manipular, llegando a nuestras propias conclusiones.

Una sentencia injusta, excesiva y falta de argumentos de peso, pero amparada por el actual código penal, ha condenado a unos políticos por el solo hecho de ser fieles a sus ideas. Al margen de su responsabilidad, son seres humanos con familias que sufren su ausencia y si la justicia ha cumplido parte de su cometido sentenciando lo que consideraba probado, según el tribunal supremo, ahora esta misma justicia tendrá que procurar que todos los derechos de los penados se cumplan, incluidos los beneficios que les concede el tercer grado.

Para reclamar por esas sentencias que consideraban indignas, una parte muy importante de la población catalana acudió a partir del miércoles, desde distintos puntos, para concentrarse pacíficamente el viernes en la capital. Fueron diferentes marchas. Lúdicas, reivindicativas, defendiendo lo que consideraban justo y reclamando la  independencia.

Sin embargo, las buenas intenciones acabaron cuando los voceros de los convocantes tomaron la palabra. Desde el escenario unas gargantas rotas, no por el cansancio, tampoco por los sutiles miasmas, ni por la emoción, sino por la insinceridad, anunciaban a los congregados que los únicos trabajadores buenos son los independentistas, aseguraron que los profesores que así piensan sufren persecución, que el feminismo es cosa de los secesionistas, que el republicanismo sólo se entiende en la forma que ellos lo ven y otras aseveraciones del mismo calibre. En resumen, todo el que no era independentista era un mal catalán. Todo aquel caminar durante horas, todos aquellos gritos pidiendo libertad y justicia, todas las denuncias a la supuesta prensa manipuladora, cayeron de golpe al suelo y chocaron contra los adoquines de Barcelona. Habían matado a su propio ideario.

Aquella misma noche, los ensayos de los tres días precedentes culminaron con la mayor explosión de la sinrazón. Los mossos y la policía, que también son seres humanos y muchos de ellos catalanes, sufrieron los ataques continuados y salvajes, ya no de manifestantes, sino de gentes organizadas y oportunistas, con el objetivo de atemorizar a varias ciudades y pueblos y crear el caos, sobre todo a Barcelona, colapsada y temerosa, sorprendida por tanto ruido y tanta  furia, propios, como decía Shakespeare, de idiotas.

Mientras tanto, el presidente Torra se escondía en el edificio de la Generalitat, sin llamar a la calma, sin aparecer por Vía Layetana para pedir a los supuestos separatistas que detuvieran sus ataques, para denunciar neciamente  que todo era obra de agentes infiltrados. Incapaz de hacer nada, solo de aumentar la hoguera con sus declaraciones al día siguiente en el Parlament sin consensuarlas con nadie. Triste panorama, para un triste interlocutor.

El paisaje después de la batalla, que todavía no ha terminado, será de sorpresa y de incredulidad. De sorpresa porque una intención justa se ha transformado en unas acciones que sólo perjudican a los encarcelados, al propio propósito independentista y a los ciudadanos. De incredulidad, porque, nunca, desde que Catalunya es Catalunya, un presidente de la Generalitat se había mostrado tan torpe y tan pusilánime. El resultado final será más tensión, más miedos, más incompetencia por parte de todos, porque aprovechando que Besós y Llobregat pasan por Barcelona, lo peor de esta sociedad, la extrema derecha, se regocija, llenos de furia y de ruido, en la  búsqueda de una sociedad de idiotas. Al presidente de las Generalitat se le podrá pedir la dimisión, pero, ¿a los idiotas quién les cura?