En 1824 se abolieron los cacicazgos indígenas en toda la (Gran) Colombia – los actuales Panamá, Venezuela, Colombia y Ecuador- (su nombre oficial era Colombia, sin la gran), para acto seguido suprimir las tierras comunales indígenas que después se repartieron entre sus amigos, lanzando de esta forma a la miseria y al peonaje a millones de indios españoles.

En 1860 había en Tierra del Fuego 3.000 indios yaghanes; en 1884, 1000, en 1913, 100; en 1931, 60, y en 1939, 30. Los onas, es decir los famosos patagones, eran en 1891, 2.000; cuando los estudió el padre Gusinde en 1919 sólo quedaban 279, y cuando los volvió a visitar en 1931 tan sólo sobrevivían 84, hoy prácticamente están extintos gracias a la acción exterminadora de las repúblicas de Argentina y de Chile en su expansión al sur donde de 200 mil indios no dejó ni 5.000 de ellos.

El gobernador chileno en Magallanes, en 1895, con plena coherencia de la modernidad y los derechos del hombre, mandó a la isla Dawson un piquete que sorprendió a los indios alacalufes, donde exterminó a la mayor parte ellos, y llevó al resto a Punta Arenas, donde los vendieron en subasta pública como esclavos.

En Uruguay quedaban a mediados del siglo XIX medio millar de indios charrúas, valientes e indomables, los cuales fueron extinguidos totalmente en la expedición de 1832 mandada por el general Rivera. Los tres últimos charrúas murieron en Europa después de haber sido exhibidos como bichos raros en un zoológico de feria. La explotación de caucho del Amazonas se hizo de una manera tan bárbara a inicios del siglo XX que lo que extrajo la casa Arana de Brasil, Colombia y Perú originó la muerte de 30.000 indios entre 1910 y 1911.

Horrible fue la represión de los indios de Yucatán sublevados en 1847, costó quince años el someterlos, pero se hizo de manera despiadada, incluyendo la matanza de Tekax ordenada por el coronel José Dolores Zetina en nombre del estado mexicano, autorizando luego a las autoridades de Yucatán que los vendieran como esclavos. En la presidencia de Porfirio Díaz se sublevaron los yaquis de Sonora, se les declaró esclavos y se los vendieron al precio de 65 dólares cada uno a los hacendados de Yucatán. De los otomacos de los Llanos de Venezuela, que eran unos 4.000 cuando los visitó Humboldt a inicios del siglo XIX, para mediados del siglo XX sólo quedaban algunas familias dispersas.

Y así nuestros liberales, progresistas y hasta indigenistas siguen traumados, insistiendo y tratando de conservar la «identidad nacional perdida durante la conquista española», basando sus alegatos en la estrambótica concepción decimonónica de Estado-nación homogeneizador, destructor de los pueblos y sus sanas diferencias.

Mientras que la Monarquía Hispánica reconoció derechos, nobleza, dignidad, jerarquías, usos, costumbres, instituciones, entre otros la tierra comunal indígena y concedió fueros, honores, privilegios, títulos de nobleza a los indios y prohibiendo su esclavitud. Las repúblicas americanas después de su proclamada independencia desconocieron y borraron de un plumazo todo esto.