Desde pequeños se nos enseña que es mejor persona el que da que el que recibe, de hecho, hoy día, las nuevas generaciones estigmatizan el “recibir” como algo denigrante en un afán de apostar por una “independencia” mal interpretada.

Los padres deberíamos enseñar primero a nuestros hijos a recibir, entonces descubriríamos que esa enseñanza, lejos de hacerlos dependientes, los hace mejores entes sociales.

Ahora bien, a lo largo de la vida, me ha tocado observar que las personas que saben recibir son personas más seguras, más equilibradas, serenas y felices; entonces me preguntaba cómo era eso posible, pero la respuesta llegó después de la última rabieta mi padre, quién ya casi es octagenario; a él, como a la mayoría de su generación, le enseñaron la importancia de dar, pero nunca la de SABER recibir, y es que, muchos de su generación, consideran que “recibir” es hacerse los conchudos o dependientes, pero no es así.

Saber recibir implica humildad, de hecho más humildad que la de dar; saber recibir implica que reconocemos nuestra finitud, nuestra naturaleza humana, nuestras limitaciones humanas y nuestras necesidades sociales. Saber recibir implica que no somos perfectos, que la vida tiene baches y que no siempre necesitamos ser fuertes.

Saber recibir requiere valor, mucho valor para aceptar que pese a nuestros errores, siempre hay alguien dispuesto a amarnos y apoyarnos con todo y ellos.

Saber recibir, también implica reconocer que no siempre podemos ser fuertes, que a veces necesitamos un hombro y que ese hombro no siempre es el que pedimos, sino el que llega de manera inesperada.

Saber recibir implica amor propio, es decir, implica reconocer que somos dignos de ser amados y apreciados por quienes somos, no por quién los demás esperan que seamos.

Saber recibir es aceptar el amor del Otro y comprender que el Otro es el espejo que nos permite descubrir algo que no sabíamos de nosotros mismos.

Saber recibir, es la oportunidad de descubrirnos en vez de escondernos en una falsa humildad o una rotunda soberbia.

Así pues, es tan importante el dar como el recibir, pero el dar más importante proviene del quién somos realmente y ese solo lo podemos descubrir en nuestros estados de necesidad emocional, física o social.

Cuando enseñamos a nuestros hijos a recibir, ellos por naturaleza aprenden a dar.
“Nadie sabe dar lo que no tiene”

Memorias de una mente endiablada