Tras medio siglo de conflicto armado, que segó la vida de muchas personas, a Colombia llegaba por fin la paz. En agosto de 2016, se firmó el Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera (en adelante Acuerdo Final). Este acuerdo, tan esperado y deseado, ha terminado por no ser más que un espejismo, especialmente en ciertas partes del país que continúan bajo el yugo de la violencia.

Varios son los motivos por los que el Acuerdo Final, a día de hoy, corre el riesgo de fracasar. El desarme de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) ha generado una nueva oleada de grupos armados que se han expandido en busca del control de los territorios y el dominio de las economías ilegales. Aunque en el Acuerdo Final se establecieron planes para garantizar la presencia de entidades civiles del Estado que garanticen los derechos básicos y la justicia en estas zonas, su ausencia sigue siendo la nota predominante. Sin embargo, la respuesta que sí se ha impuesto es la militar, que busca aplicar la autoridad con la fuerza. El aumento del presupuesto de Defensa en un 5% es una señal alarmante que dista mucho del tipo de políticas que las comunidades demandan. Sin el control del Gobierno, una vez que se han retirado las FARC-EP, las corporaciones
extractivistas, legales e ilegales, y los monocultivos agroindustriales han aprovechado el vacío de poder para asentarse en los territorios y extender sus actividades alentados por beneficios fiscales y de otra índole muy atractivos, pasando muchas veces por encima de las comunidades.

Las cinco décadas de guerra ahondan sus raíces en una estructura socioeconómica profundamente desigual que perpetúa privilegios y niega derechos. Esta desigualdad es especialmente dolorosa en las zonas rurales y se manifiesta de manera muy clara en la propiedad de la tierra, donde el 1% de los propietarios son dueños del 80% del territorio.

Estos datos convierten a Colombia en el país más desigual en cuanto a distribución de la tierra en América Latina, que es, a su vez, la región más desigual del mundo en este aspecto. El Acuerdo Final debía revertir dicha situación con toda una batería de medidas que incidirían tanto en la distribución como en el uso de la tierra. Sin embargo, hasta la fecha, solo el 3% de las disposiciones incluidas en el capítulo de la Reforma Rural Integral se han completado y casi la mitad ni se han iniciado.

En medio de los grupos armados, las economías extractivistas, los negocios ilegales y las fuerzas militares, han quedado las defensoras. Estas mujeres defienden su cultura, sus tierras, el medioambiente y sus derechos. Y al hacerlo, se enfrentan a los intereses de los anteriores actores. Por ejemplo, exigen que haya consulta previa ante el desarrollo de proyectos de minería, se oponen a la cesión de sus tierras ancestrales a empresas extractivistas, se resisten a la contaminación y desviación de los ríos, a la tala de los bosques, y a toda explotación indiscriminada e inconsulta de sus recursos naturales. En sus comunidades, lideran iniciativas de información y educación sobre estos procesos. Realizando esta labor, cuestionan el statu quo que impera en los territorios y se convierten en objetivo de todos los mencionados actores. Estos últimos arremeten contra ellas mediante amenazas y hostigamientos, llegando, en ocasiones, a cometer feminicidios políticos.

Desde 2016 y hasta la fecha de redacción de este informe, 55 defensoras han sido asesinadas. En el primer semestre de este año, el promedio de asesinatos de lideresas sociales ha sido de uno cada dos semanas. Las que persisten en la lucha están en grave peligro, y ningún indicio apunta a que esta escalada de la violencia vaya a disminuir. En el
primer trimestre de 2019, los ataques contra las defensoras han aumentado en un 97% con respecto al periodo previo, batiéndose un nuevo récord con 75 agresiones. Lamentablemente, Colombia es ya el segundo país más peligroso del mundo para las personas defensoras de la tierra y el medioambiente.

El riesgo sobre las mujeres defensoras se multiplica porque reúnen una serie de factores que las hace más vulnerables. Son mujeres en un país con una fuerte estructura patriarcal. En su mayoría son campesinas,
indígenas o afrocolombianas; identidades que conllevan una carga de estigmatización. Tienen identidades de género diversas. Y, por último, viven en zonas rurales pobres y marginadas históricamente. El resultado es que estas mujeres sufren las consecuencias desproporcionadas de la violencia, no solo en sus cuerpos, sino también en sus comunidades y territorios. Muchas veces, las propias autoridades no permiten visibilizar esta violencia, como tampoco reconocen la labor ímproba de las defensoras para hacer que la justicia llegue a sus territorios.

La respuesta del Gobierno colombiano para revertir esta grave situación apenas ha tenido un impacto efectivo sobre las defensoras, a pesar de los numerosos marcos normativos que en teoría deberían protegerlas. El Gobierno de Iván Duque llegó al poder en 2018, año en el que el país volvió a batir otro trágico récord como el más violento contra las defensoras y defensores de derechos humanos. En su mano estaba revertir esta tendencia y poner en marcha las medidas necesarias.

Aunque inició su investidura señalando que trabajaría “incansablemente” por proteger a los líderes sociales, sus palabras no se han convertido en políticas efectivas para prevenir los ataques. Las medidas que ha tomado, como el Plan de Acción Oportuna (PAO), son más cosméticas que avances reales. No se aborda la necesidad de garantizar un entorno habilitante para que defensoras y defensores puedan actuar en sus comunidades. Y se omite, además, los decretos anteriores que configuraban un destacado marco legal para asegurar la protección y prevención. Por último, el Gobierno está dando la espalda a la participación de las organizaciones sociales.

Prevenir y perseguir el asesinato, la impunidad y las amenazas a las defensoras es una prioridad crítica. No solo debe ser un fin en sí mismo, sino que además estos crímenes tienen un efecto corrosivo en los territorios, erosionando la confianza de los ciudadanos en el Gobierno. Cada homicidio aumenta la incertidumbre sobre las posibilidades de consolidar la paz y hace tambalear el Acuerdo Final.

Las más de 260.000 vidas que la guerra en Colombia ha cercenado no se pueden revertir. Tampoco debe caer en saco roto todo el esfuerzo hecho para llegar a su terminación y alcanzar la paz. La violencia contra las defensoras es el reflejo más cruel y la señal de alarma más preocupante que reclama reconducir los compromisos del Acuerdo Final.

El Gobierno es quien debe liderar este proceso y para ello necesita el apoyo decidido de la comunidad internacional, la movilización de la sociedad colombiana y, sobre todo, escuchar las voces de las propias lideresas.