Como afirma Todorov en Los enemigos íntimos de la Democracia (Galaxia Gutenberg 2012), «determinados usos de la libertad pueden suponer un peligro para la democracia», y aunque «hoy en día ningún modelo de sociedad no democrática se presenta como rival de la democracia, en contrapartida, la democracia genera por sí misma fuerzas que la amenazan, y la novedad de nuestro tiempo es que esas fuerzas son superiores a las que la atacan desde fuera. Luchar contra ellas y neutralizarlas resulta mucho más difícil, puesto que también ellas reivindican el espíritu democrático, y por lo tanto parecen legítimas».
Desde luego, la historia nos enseña cómo fueron aupados a las más altas jerarquías de los Estados personas cuyas políticas fueron realmente horrendas para el bien común, no ya de sus conciudadanos sino de toda la humanidad. El ejemplo paradigmático fue el de Hitler, cuyo partido nazi alcanzó el poder con el 33 por ciento de los votos -más que cualquier otro partido- con un discurso de apoyo a la clase obrera y de defensa de la unidad y la grandeza alemanas en un momento de profunda crisis, en que la inflación y el paro eran problemas acuciantes.
La primera pregunta que nos surge es si, en momentos de crisis, es el pueblo quien crea al ‘líder’ o el ‘líder’ aparece porque el pueblo demanda su aparición. La segunda pregunta que nos hacemos es si el voto de la mayoría puede legitimar el advenimiento de un líder o partido despótico o tiránico. La tercera, si tiene el elegido algún límite o debería tenerlo, e igualmente si lo tiene o debe de tenerlo el elector. Sin duda, son todas ellas cuestiones que, no solo a raíz de la elección de Trump sino por el crecimiento de partidos de ultraderecha en Europa, demandan una respuesta.
Aristóteles ya conceptualizó la demagogia, como la «forma corrupta o degenerada de la Democracia» y consideró que, cuando en los gobiernos populares la ley es subordinada al capricho de las mayorías, surgen los demagogos que halagan a los ciudadanos, dan máxima importancia a sus sentimientos y orientan la acción política en función de los mismos. Aristóteles define al demagogo como «adulador del pueblo», que lo instrumentaliza para sus propios fines. Desde esta perceptiva resulta más que factible que la demagogia se torne en tiranía, donde el demagogo sea el indiscutido y despótico jefe, tal como ocurrió con Hitler.
La historia nos demuestra que la Democracia como forma de gobierno no tiene garantizada su estabilidad y su permanencia y que, en momentos de crisis económica, el riesgo de desestabilización es mucho mayor, pues la legalidad democrática precisa del refrendo social, y este solo se logra si la sociedad en su conjunto tiene una cultura de respeto a la Ley y a los derechos humanos capaz de sobreponerse a los intereses individuales.
Como mantuviera Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo (Alianza Editorial, 2006), «los derechos y las libertades, así como la democracia y el Estado de Derecho democrático no tienen vigencia simplemente mediante su establecimiento y reconocimiento constitucional, sino que son las formas de la convivencia y la cultura y hábitos de los ciudadanos los que le dan vigencia y garantía».
La democracia es un sistema frágil que -tal como alertaron sus fundadores atenienses- se encuentra amenazada por la demagogia, que hoy encarnan no pocos ‘líderes’, quienes, frente a problemas como la destrucción de puestos de trabajo, el cambio climático y la sobreexplotación de los recursos naturales, las oleadas migratorias o las nuevas formas de terrorismo, ofrecen soluciones simplistas, reduccionistas, arbitrarias e injustas, contrarias a la racionalidad y al respeto a los derechos humanos.
Ahora bien, insisto en que una población formada en una cultura democrática de respeto a la Ley y a los derechos humanos, consciente de su responsabilidad ciudadana, evitaría la aparición de esta clase de líderes. La cuestión, por tanto, se centra en cómo dotar al ciudadano de esa cultura y en si resulta aconsejable mantener un estatus de ciudadanía gratuito donde la atribución del derecho de sufragio activo sea automática llegada la mayoría de edad.
¿Se podría plantear siquiera que dicha carta de ciudadanía tuviera que obtenerse a partir de la asunción por parte del sujeto de ciertos compromisos, al menos formales, de respeto a la Constitución y a las leyes, empezando por la Declaración Universal de Derechos Humanos? Desde que se implantara el derecho de sufragio universal en los estados democráticos, las condiciones sociales y culturales de la población han cambiado sustancialmente.
Si hoy, por ejemplo en España, se garantiza la enseñanza obligatoria hasta los 16 años y fuese igualmente obligatoria una asignatura de educación para la ciudadanía, donde se enseñase Constitución, derechos fundamentales y cultura democrática, ¿qué inconveniente habría para que el derecho de sufragio activo incluso se adelantase a los 16 años, al término de la enseñanza obligatoria, y que al finalizar la misma se exigiese a los jóvenes un previo y formal compromiso de respeto a los valores democráticos, derechos fundamentales, a la Constitución y a las leyes, como requisito para su inscripción en el censo electoral?
Cuando en palabras de Hannah Arendt «no nacemos iguales (basta ver un informativo para comprobarlo), sino que nos convertimos en iguales como miembros de un grupo por la fuerza de la decisión de garantizarnos mutuamente iguales derechos», ¿no deberíamos de tener -por ello- la obligación de asumir formalmente el respeto a la Ley y a los derechos humanos? ¿No debería ser ese, en definitiva, el sinalagma del contrato social?
No se trata de limitar el derecho de sufragio universal, sino de hacer al ciudadano consciente de lo que él mismo significa mediante el compromiso formal (juramento o promesa) de acatar formalmente los valores constitucionales y respetar los derechos fundamentales, la Constitución y las leyes. Un rito, sí, pero, en definitiva, la civilización y la cultura -también la cultura política y democrática- se hacen comprensibles y se integran a través de ritos, cuya eficacia, finalmente dependería –en este concreto caso- de la formación ético-cívica alcanzada por el ciudadano a través de los años de educación obligatoria.
Dicha cultura de respeto a la Ley y a los derechos y libertades fundamentales debería de ser la base de una educación para la ciudadanía, asignatura nunca como ahora tan necesaria, que debería de imponerse en la enseñanza obligatoria y ello porque no debemos dar por supuesto que la Democracia y el respeto a los derechos fundamentales son algo que nos venga gratuitamente dado, sino que exige una continua participación cívica y una continua vigilancia.
Merece la pena leer El mundo de ayer de Stefan Zweig (El Acantilado, 2012), que debería ser de lectura obligatoria en el bachillerato, en el que el gran escritor austriaco nos narra, en primera persona, el convulso periodo que va desde los años previos a la primera guerra mundial hasta después de terminada la segunda, para convenir que no podemos dar nada por seguro, porque nada lo es.
«Si busco una fórmula práctica -escribió Zweig- para definir la época antes de la primera guerra mundial, la época en que crecí y me crié, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad. Todo en nuestra monarquía austriaca casi milenaria parecía asentarse sobre el fundamento de la duración, y el propio Estado parecía la garantía suprema de esta estabilidad». Como sabemos, en pocos años el panorama cambió de forma radical y Europa se vio inmersa en el periodo más negro de su historia.
Hoy en día, el peligro del advenimiento de una nueva era de gobiernos despóticos y no respetuosos con los derechos humanos no es menor. Los problemas económicos y sociales que nos acechan son el caldo de cultivo para que líderes demagógicos se hagan con el poder y la Democracia y los derechos fundamentales se tambaleen. Conviene por tanto, además de fortalecer las instituciones y los contrapesos y límites que las propias Constituciones democráticas prevén para proteger su misma pervivencia, y además de exigir al Estado un mayor compromiso social en épocas de crisis, también como medio de proteger la propia supervivencia del sistema democrático, ser conscientes de que tal supervivencia solo se garantiza con el compromiso de los ciudadanos de respetarlo y protegerlo y que ese compromiso necesita de una imprescindible cultura democrática y educación cívica.
Luis Suárez Mariño
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