Los primeros decretos de la era Trump han tenido como respuesta el rechazo mundial, el caos, manifestaciones ciudadanas a lo largo del país, y la oposición de cuatro jueces de otros tantos estados. Su intervención militar exterior ya ha tenido la primera baja norteamericana.

Estados Unidos no es un rancho ni una multinacional a los que una decisión equivocada sólo repercute en la cuenta de pérdidas y ganancias. No se puede despedir a nadie con dos semanas de indemnización ni se pueden poner y quitar directivos a capricho. Cada idea, cada decreto y cada decisión pueden ser contestadas por la Cámara de Representantes, por el Senado, por la Justicia y por el Pueblo. No valen las decisiones de matón y de bocazas, ni abusar del vecino más débil; los muros separan pero también aíslan y el cierre de fronteras representa inexorablemente un cierre de mercados.

La era Trump anuncia un mandato plagado de decisiones viscerales, de populismo cateto, de simplezas raciales y de peligro global. Porque cada una de esas medidas que causan asombro, burla o miedo, repercuten en todo el mundo. Es la imagen de un loco, para unos, y de un Cristo para otros, pero con dos pistolas.

Algunos dirán que está cumpliendo – cosa que otros no hacen – con lo que prometió en su campaña electoral; sin embargo, las respuestas de aquellas promesas dirigidas a un electorado simplón, reaccionario y racista se van a dar en la calle y en las cancillerías. Pronto descubrirá el neoyorquino de Queens, que la política no es construir edificios ni levantar muros – todos caen tarde o temprano -, sino hacer feliz a su Pueblo y convencer a todos aquellos que todavía creen que los Estados Unidos es la tierra de la libertad, que no se equivocaron.  Y yo, la verdad, no le veo capaz de ello.