Esta complejidad se va a ver acentuada en la próxima legislatura por la irrupción de partidos euroescépticos y populistas en el Parlamento a una escala nada despreciable: representarán nada menos que un tercio de los 751 escaños. Los analistas apuntan a que estos partidos, que tienen como denominador común el escepticismo hacia el proyecto europeo y el mensaje populista, formarán una gran coalición. En eso están estos días. Negociando.

Aunque los populismos y extremismos susciten un cierto espíritu de catástrofe europea, que la prensa económica anglosajona se ha encargado de resaltar por activa y por pasiva, esta eventual coalición de euroescépticos no debería causar demasiado trastorno en el día a día del Parlamento cuando arranque la actividad en septiembre. Ello porque los populares y los socialistas europeos, que siguen ostentando una mayoría del 52 por ciento, están también negociando su propia coalición. Así que vemos que las coaliciones serán más importantes en esta legislatura que en las pasadas.

La necesidad de esa gran coalición se hace más intensa al contemplar los retos que se le presentan a la vieja Europa. En los próximos cinco años, que es el periodo de duración de la nueva legislatura, los eurodiputados elegidos decidirán nuestro futuro. Desde cómo gastar más de 1.000 billones de Euros de presupuesto hasta cómo negociar el tratado de libre comercio con Estados Unidos o desarrollar la unión bancaria; otros asuntos como la privacidad, el cambio climático o la emigración marcarán las agendas de los diferentes grupos parlamentarios.

Pero los juegos de poder en Bruselas no se limitan al Parlamento. La Comisión y el Consejo, sobre todo éste último, formado por los jefes de estado y de gobierno de los 28 países de la Unión, son los que terminan liderando el proceso de toma de decisiones en Europa. Es aquí donde la alemana Angela Merkel despliega el liderazgo que la ciudadanía europea se ha resignado a aceptar y que la comunidad internacional ha interiorizado sin más.

Estos días, el Consejo está valorando a quién proponer como presidente de la Comisión. Pero no debería valorarlo mucho porque en teoría tendría que ser el Popular Jean-Claude Juncker. La novedad de estas elecciones es que por primera vez se aplica el precepto del Tratado de Lisboa que establece que el Parlamento Europeo debe elegir al presidente de la Comisión sobre la base de la propuesta hecha por el Consejo, teniendo en consideración los resultados electorales. Por primera vez los diferentes partidos pan-Europeos han presentado un candidato a la Comisión y los votantes han tenido la oportunidad de elegirlo de manera indirecta. Es decir, los españoles también votamos el 25M (aunque muchos sin saberlo) por el popular Jean-Claude Juncker o por el socialista Martin Schulz.

Si finalmente no se nombra a Juncker de acuerdo con lo pactado, Bruselas violaría no sólo el Tratado de Lisboa, sino una vez más su propia legitimidad, muy castigada ya tras años de crisis económica. Según las encuestas, desde la crisis financiera de 2008, la mayoría de los europeos cree que sus hijos y nietos vivirán peor que ellos y una parte importante considera que su voto no marca la diferencia de cómo se gobierna en Europa.

Pero a pesar de que se preveía un bajón en el nivel de participación, ésta se mantuvo constante para sorpresa de muchos. Aparentemente esto resulta ser una buena noticia, un buen síntoma de funcionamiento democrático, pero según el Centre for European Policies Studies (CEPS),  esta concurrencia estuvo más bien motivada por la rabia y por el rechazo hacia el proyecto europeo. Y es que la participación fue mayor en aquellos países donde han ganado los partidos euroescépticos. Ya lo dijo Joaquín Almunia el domingo 1 de junio: “Los resultados de las europeas son un castigo a ese magma llamado Bruselas: Comisión, Consejo, Eurogrupo, BCE, Merkel.”

Estos días se habla mucho de cómo lograr despertar a la ciudadanía europea del letargo o del enfado para conectarla con el proyecto Europeo. Según decía el periodista Enric González en El Mundo es necesario y urgente desarrollar un sistema de participación y control democrático que permita a los ciudadanos sentirse representados. Gideon Rachmand del Financial Times sugería restaurar un cierto control democrático de los estados sobre temas que tradicionalmente han entrado dentro de sus competencias, como es el control sobre las finanzas o sobre las fronteras. Pero entonces ya no sería Europa.

Elena Herrero-Beaumont

ethic.es