América Latina ha heredado esta hegemonía del llamado norte global, y hasta ahora nuestros gobiernos de derechas o izquierdas -y las demandas de muchos grupos sociales-, se sitúan dentro de este lenguaje de los llamados “recursos naturales”, para salir de la pobreza y adquirir el bienestar y la riqueza propia (consumista) de las sociedades que conocemos como “desarrolladas”.
La explotación de la Naturaleza se corresponde con altos niveles de consumo de bienes producidos por la industrialización de las sociedades -niveles hoy cuestionados desde los llamados “límites del crecimiento” o de “finitud de las capacidades del planeta”-. Precisamente por las capacidades de la Naturaleza para procesar las alteraciones que las sociedades modernas producen en sus ciclos y balances ecosistèmicos.
Esta hegemonía cultural y de paradigma de sociedad, comprende una concepción y una praxis que podemos llamar “antropocéntrica” del mundo. La ciencia moderna se ha unido a la técnica mediante un pensamiento que, privilegia posturas de control y manipulación humana de los elementos de la Naturaleza.
La filosofía no ha estado ausente de esta hegemonía y su paradigma -así sucede con las obras de inicios de la modernidad de un Descartes o un Bacon-. En este sentido, el paradigma instala a los humanos como una especie única donde las facultades de razón, voluntad y libertad la distinguen como poseedora de una posición exclusiva en la Naturaleza. La vuelven además jerárquicamente superior a las demás cosas y formas de la vida. Por eso, este paradigma dice: hay una dignidad humana, pero difícilmente una dignidad de la Naturaleza.
Como poseedores de aquellas cualidades, los humanos somos singulares en nuestra facultad de descubrir y asignar a las cosas lo que llamamos sentido, significación y valores (categorías). Así es como el universo de lo que existe se convierte en un medio para la existencia humana, de modo que la Naturaleza aparece como mundo para ser juzgado respecto de alguna condición y situación humana. Se dice también que el ambiente es como un depósito de medios para beneficio de las finalidades humanas. Los humanos somos “la medida de todas las cosas”.
Este antropocentrismo deriva en una interpretación de lo real que desemboca en el sentido de “propiedad” de los elementos de la Naturaleza. Esto es, en una capacidad de generar derechos sobre objetos que es exclusiva nuestra. La propiedad instaura un dominio que desarticula totalidades (ecosistémicas) y deja a la Naturaleza convertida en parcelas de utilidad. La propiedad consagra una preeminencia y opera hegemónicamente de la misma forma que la asignación de valores. Las capacidades de dominación dentro de las sociedades humanas se reflejan en la dominación de la Naturaleza.
El valor, que es posible considerando las facultades racionales, volitivas y afectivas de una conciencia, aparece como interpretación del mundo, como modo de dar sentido y orden al mundo. Lo que llamamos “propiedad” consagra un tipo de valor y puede dar su forma cuantitativa y moderna en los precios de las cosas. Pero también muestra que la valoración es una facultad humana que opera de modo externo respecto de las cosas valoradas. Se concluye que los elementos de la Naturaleza no poseen valor –como se dice- “en sí mismos”. Una planta, un animal, un paisaje, un río, un área geográfica, en sí mismas, serían indiferentes a las puras asignaciones de valor.
La moderna acumulación de bienes y capitales y la infraestructura de la producción industrializada, dependen de la existencia de “recursos naturales”, y sus finalidades constituyen lo que se llama un “bienestar”. El desarrollo económico es la expresión directa de esta lógica. La técnica moderna permite extraer esos recursos, separarlos, traspasarlos, modificarlos, y distribuirlos por medio de esta otra técnica en que se ha constituido la ciencia económica. Sin embargo, está por comprobarse la capacidad social de manejar los residuos del procesamiento y consumo de esos recursos. La “basura” producida en los procesos industriales desafía la técnica del dominio de los ambientes naturales.
En los movimientos ambientalistas a veces se repite esta apelación a los valores de utilidad de la Naturaleza que se intenta proteger o conservar. Esto es, se argumenta que tal o cual especie o criatura debe llamar la atención porque ofrece uno u otro beneficio al humano, y su desaparición significaría un perjuicio a su “bienestar”. Entonces la calidad de “recurso” disponible para satisfacer algún tipo de necesidad funda el interés por la conservación.
La hegemonía de esta concepción se apodera de los discursos y se confirma la Naturaleza como “ambiente” (de los humanos). Esta evaluación es tal que puede llegar a poner precios a las relaciones naturales, por ejemplo, como valor económico de los llamados servicios ecosistémicos. Hablar así, por ejemplo, de “activos ecológicos”, de “inversión en conservación”. Por este lado, con la continuación de la hegemonía de paradigma, no se vislumbra cómo habríamos de pasar desde esta concepción a otra que descubra y reconozca en los elementos de la Naturaleza un “valor en sí mismos”.
Además, los procesos de aculturación de las poblaciones indígenas y campesinas, siempre en marcha, la invasión y disolución de las culturas ancestrales, lleva a la transformación hegemónica de sus modos de vida y maneras de experimentar la Naturaleza. La introducción de las valoraciones de utilidad deviene, en consecuencia, en valoraciones de mercado donde se funden “el dueño y el precio”. La racionalización y el cálculo económico sustituyen otros atributos -“desencantan” el mundo- y, de manera especial, anulan la experiencia de pertenencia.
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