Puede parecer fácil a priori, pero no lo es. Algunos países han logrado construir en torno a su nombre un reclamo de admiración, ya sea por sus servicios públicos, la limpieza de su democracia, la fortaleza de su economía, el nivel de su cultura o la belleza de su patrimonio. Otros, para su desgracia, se han registrado como marca en el anaquel de los bananeros, donde la corrupción, la inestabilidad política, el bajo nivel de sus dirigentes o la debilidad de su economía, son señas de identidad. Lo fácil, por tanto, sería enmarcarse en uno de esos grupos, o simplemente quedarse a medio camino de ambos, pero hace falta ser un país muy grande para conseguir destellos de liderazgo en los dos.
A ningún español hará falta explicarle nuestras taras de bananeros, pues no tenemos mejor enemigo que nosotros mismos. Basta con darse una vuelta por Twitter para conocer las carencias de nuestros servicios públicos, la represión dictatorial que soportamos, el nivel tan bajo de nuestra educación, los crímenes sobre los que se sustenta nuestra historia o lo casposo que es lucir una bandera (depende de cuál, siempre ha habido clases).
Otras veces olvidamos, o simplemente no se lo achacamos a España por ser impopular su nombre, cosas que nos sitúan a la vanguardia de Europa, a veces hasta del mundo. No es conveniente sacar pecho patrio de que fuéramos el tercer país del mundo occidental en elaborar una constitución, de tener el primer parlamento de la Europa medieval, de ser los primeros en plantearnos los derechos inherentes al hombre a pesar de que su raza fuera, a ojos de los blanquitos de entonces, básicamente inferior, o destacar que mucho antes que en la avanzada Francia, en España ya votaron las mujeres (es verdad que después pasó largo tiempo sin que pudieran hacerlo ni varones ni féminas por culpa de un gallego de voz de pito y malos humos). Que en este país los homosexuales pudieran casarse antes que en otros del entorno y que el peso político de partidos xenófobos sea ridículo en comparación con nuestros vecinos del norte tampoco parece redimir a nuestra condenada España.
Pero encajar eso con el sainete y el ridículo continuos, eso es lo verdaderamente complicado, y se nos da de fábula. Sólo hay que analizar lo ocurrido en lo que llevamos de semana. De ser ejemplo ante otros por salvar a 600 migrantes a la deriva a 1.300 kilómetros de nuestras costas mientras los que estaban al lado soltaban sus peroratas de odio (hablo de Italia, donde hace poco celebraron su fiesta nacional con muchas banderas sin que a nadie lo acusaran de facha, que por cierto en su lengua significa cara), hemos pasado a la ópera bufa con un cuñado de rey camino de la prisión, un seleccionador de fútbol destituido a 48 horas del primer partido y un ministro pillado con feas prácticas fiscales, todo en el mismo día. De dar la imagen de implacables con la corrupción por hacer caer un Gobierno entero y a un ministro del siguiente en semana y media, a rasgarnos las vestiduras si una periodista hace una broma sobre la inteligencia de los hombres y a imponer bajo pena de inquisitio tuitera la denominación Consejo de Ministros y Ministras.
Lo dicho que hay que ser muy grandes.
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