El economista estadounidense John K. Galbraith acuñó el términoconventional wisdom (sabiduría convencional) para referirse a las verdades aceptadas por la sociedad, ciertas o no, que resultan impermeables a los hechos y al cambio: «La visión convencional sirve para protegernos del doloroso trabajo de pensar». Con él describió en 1958, en su libro La sociedad opulenta, un mundo en el que los intereses privados comenzaban a acaparar la infraestructura legal y social de los Estados en detrimento del interés público y con la complicidad de una sociedad anestesiada por las «verdades aceptadas».
Sesenta años después, la pesadilla de Galbraith se ha convertido en una caricatura de sí misma. Cuando ya ha transcurrido casi una década desde que la crisis financiera desembocase en el colapso económico y social de algunas de las regiones más prósperas del planeta, Gobiernos e instituciones han elegido apretar el acelerador de la misma lógica que nos trajo hasta aquí en primer lugar. Mientras en el conjunto de la OCDE crecen las diferencias de ingreso y bienestar, algunos países caminan hacia una verdadera ‘latinoamericanización’ de su modelo social. En España, por ejemplo, la renta media del 10% más rico de la sociedad ha llegado a ser 12 veces la del 10% más pobre y las diferencias doblan las que existen en Dinamarca o la República Checa.
España no es un caso aislado ni la tendencia se limita a los años de la crisis. Como ha denunciado la ONG Oxfam, los ingresos medios anuales del 10% más pobre de la población mundial han aumentado menos de tres dólares al año en casi un cuarto de siglo, mientras 62 individuos han llegado a acumular en 2015 tanta riqueza como los 3.600 millones de personas que habitan el lado perdedor del planeta.
Es la dictadura del 1%, donde no hay mérito ni tampoco casualidades. Un proceso de captura política en el que las normas, las instituciones y la narrativa pública actúan como un engranaje en favor del statu quo. Hemos aprendido que los Estados son como una familia que no puede gastar más de lo que tiene. La austeridad (de los otros) como racionalidad y los ajustes en un sistema de protección por encima de nuestras posibilidades. Pero ni los Estados son familias ni lo que tienen es una foto fija. Mientras los beneficios del capital han crecido de forma galopante en las tres últimas décadas como consecuencia de la libertad de movimiento y la proliferación de excepcionalidades fiscales, los salarios reales se estancaban o incluso decrecían en la mayor parte de los países. Uno de cada cinco trabajadores españoles de menos de 25 años sabe bien que la idea de que el empleo es un antídoto contra la pobreza dejó de ser cierta hace mucho tiempo. Es una verdad que hemos aceptado.
La inercia de esta lógica plutocrática tiene raíces y consecuencias globales. La inversión acumulada en paraísos fiscales en 2014 cuadriplicaba la de 2001, bajo el amparo de una red en la que solo 10 entidades financieras gestionan el 40% del patrimonio offshore global. Solo una parte de este botín es ilegal, de acuerdo a las mismas leyes que estas compañías se han ocupado de diseñar. Como señala el director del Overseas Development Institute, Kevin Watkins, «los Papeles de Panamá han puesto el foco en un turbio mundo […] en el cual las fronteras entre la actividad comercial legítima y las finanzas ilícitas son cada vez más borrosas». Según este autor, solo África pierde por esta vía cada año una cantidad equivalente a 82.000 millones de dólares, lo que supone que por cada dólar que el continente recibe en forma de ayuda pierde 1,30 dólares en evasiones ilícitas. Nada de todo esto sería posible sin la complicidad de los bancos, los intermediarios y los gobiernos de los países ricos, cuyas élites son al mismo tiempo guardianas y beneficiarias del modelo.
¿Quién corregirá entonces a un sistema incapaz de autocorregirse?Podemos empezar por los descartes. Si creen que en este tema los partidos conservadores y socialdemócratas –que se reparten todavía la práctica totalidad de los gobiernos en el mundo desarrollado– mantienen diferencias relevantes, miren otra vez. Como en el caso de la crisis de refugiados, las distancias en este asunto son estrechas y se producen en el lado más conservador del espectro ideológico. El entusiasmo reformador del G20 en los meses que sucedieron a la caída de Lehman Brothers ha dado paso a lo largo de estos años y de tantos gobiernos a una lógica continuista interrumpida solo por los escándalos de las filtraciones periodísticas, benditas sean.
Frente a la dictadura del 1%, la revolución del 99%. El problema es que la revolución tiene muchas formas. Podemos y Syriza son un modelo; los neofascistas austriacos y Donald Trump son otro. No son equivalentes, claro, pero ninguno de ellos está libre de una dosis más o menos letal de populismo, que es la antítesis del debate público informado y maduro que tumbará tanta «sabiduría convencional». Resulta difícil prever cómo acabará esto.
Gonzalo Fanjul
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