Es cierto que podemos elegir entre Netflix, Amazón, HBO, Filmin y otras plataformas televisivas para llenar nuestras vidas de riquísimas experiencias cognitivas. No menos verdad que las empresas de comida a domicilio, sin un solo repartidor en nómina, pueden llevarnos cualquier tipo de vianda a nuestro hogar, desde un Kebab de composición sospechosa al plato elaborado por el más reconocido de los cocineros, que con sólo utilizar el pulgar de la mano más hábil tendremos a nuestro alcance libros, camisas, bebidas, palilleros, pongos, reproducciones artísticas, música y el sonido de la cadena del retrete de un amigo a tiempo real. No cabe duda que con las nuevas tecnologías dirigidas por las empresas más potentes del planeta no hará falta salir de casa para tenerlo todo a mano siempre que paguemos lo que nos pidan. Es como si el maleficio del paraíso terrenal, de aquel momento en que Adán y Eva desobedecieron a Dios atreviéndose a coger lo único que no podían, se hubiese disipado para dar paso al retorno al mundo perdido en que todo estaba al alcance de la mano y apenas había que preocuparse de otra cosa que de elegir aquello que más apeteciera: El comercio virtual nos ha devuelto la felicidad.

Sin embargo, ese mundo virtual en el que parece nos adentramos con los ojos cerrados, sin detenernos a pensar si es cierto que nos hace más felices o está hipotecando nuestro futuro a tiempo presente destruyendo para la mayoría cualquier posibilidad de tener, no ya lo que quiera, sino lo imprescindible, está en manos de unas cuantas multinacionales que están montando un poder paralelo y superior al de los Estados. En este sentido no puede ser más clarificadora la rendición de Úrsula von der Leyen, y con ella toda la Unión Europea, a una multinacional famacéutica dedicada a fabricar vacunas en un momento tan grave como el que vivimos, o la incapacidad de los grandes democracias de hoy en día para someter a la ley fiscal a las riquísimas empresas dueñas de las redes sociales que siguen sin tributar en el país que actúan, riéndose sin pudor alguno de quienes trabajan y contribuyen al Erario según la Ley.

El neoliberalismo la tomó con los impuestos en un momento en que las organizaciones sociales habían bajado la guardia al calor de años de crecimiento económico y mejora de las condiciones laborales. Fue a principios de los años ochenta cuando la ofensiva contra el Estado del Bienestar conseguido en muchos países de Europa tomó carta de naturaleza, emprendiéndola primero con la eliminación de tramos en el impuesto sobre la renta, después con los tipos marginales más altos y posteriormente con la privatización de las empresas públicas rentables y los servicios públicos que garantizaban derechos humanos esenciales. Sin apenas respuesta por parte de los afectados -al menos no la respuesta coordinada e internacional que tales medidas exigían- se llegó al momento en que uno de los hombres más ricos del mundo, Warren Buffett, se atrevió a decir que él pagaba menos impuestos que su secretaria o cualquier trabajador de sus empresas. Aquellas declaraciones, que fueron ampliamente recogidas por la prensa, chocaron mucho a la gente pero en vez de haber provocado una ola de indignación planetaria fueron asimilados como algo natural dentro del nuevo orden que estábamos deglutiendo con el máximo regocijo y satisfacción, esperando que de aquella incalculable acumulación de riqueza en pocas manos, algo caería a quien estuviese atento y no demostrase excesiva disconformidad.

La realidad es que hoy, pese a que en España haya partidos como Podemos que insisten en el sometimiento de esas transnacionales al poder democrático y a sus leyes fiscales, laborales y sociales, las grandes empresas de la comunicación y el comercio mundial hacen lo que quieren tanto en las redes sociales, en el sector inmobiliario, los medicamentos o la venta al por menor, dándose el caso de que una sola corporación que impone precios en origen y en destino extorsionando a pequeños productores y llevándolos a la ruina, está dejando vacíos de comercios los centros de nuestras ciudades que ya fueron machacados anteriormente con la construcción de macro-centros comerciales en la periferia; que los repartidores de las cosas para llevar prefieren seguir siendo autónomos por miedo a ser despedidos que trabajadores por cuenta ajena que es lo que son; que los grandes fondos de inversión se están quedando con millones de viviendas -incluidas las sociales de Madrid a precio de amigos- mientras que quienes necesitan un techo no tienen a donde acudir; que en vez de poner a toda la industria mundial, como requiere una situación tan extrema como la creada por el coronavirus, a fabricar vacunas a destajo, se permite el lucro salvaje aunque ello cueste millones de vidas, aunque ello suponga la mutación del virus hasta tal extremo que las haga inviables y haya que empezar de nuevo. Al fin y al cabo cualquier opción es más rentable que la otra en términos económicos.

Muchos pensamos que la decisión de la Unión Europea de centralizar la compra de vacunas y coordinar su reparto había sido un paso adelante de gran repercusión. Todavía lo seguimos valorando, pero la ingenuidad sigue siendo más poderosa que el sentido común. La mayoría de los países europeos -incluida la Alemania de Ángela Merkel, hoy a punto de ser canonizada después de haber sido la máxima responsable de los brutales recortes de la anterior crisis-, están gobernados por partidos de derecha que tienen a su lado partidos todavía más derechistas que propagan el odio al extranjero pobre, la contracción de las políticas sociales y fiscales progresistas. Defensores a ultranza del neoliberalismo, jamás serán capaces de intervenir las industrias que se enriquecen a costa de la salud, como tampoco lo han sido hasta ahora de poner un impuesto comunitario a las transacciones financieras, a la especulación o a las empresas tecnológicas, como tampoco son capaces de hacer tributar y cotizar a los robots que sustituyen a trabajadores, diminuir la jornada laboral tal como exige un mundo cada vez más digital y tecnológico o suprimir los paraísos fiscales que como Andorra, Suiza, Luxemburgo, Liechtenstein son un agujero sin fondo, una cueva de Alí Baba para todos los ladrones y enemigos del progreso de Europa y del mundo.

El temor a la ultraderecha, que al fin y al cabo defiende lo mismo pero con extranjeros sin derechos, con ley y orden, con palo y tentetieso, llevará al final a la dictadura de las multinacionales, que por su volumen serán incontrolables por los Estados, incluso por la todavía mayor potencia comercial del mundo que sigue siendo Europa. Pero no sólo eso, el aumento del paro, la falta de expectativas para los jóvenes, la claudicación de la democracia ante los poderosos, el deterioro de las condiciones de vida de miles de personas, están contribuyendo de modo fehaciente a la consolidación del nuevo fascismo. Sólo el rearme democrático, la demostración inapelable de que cualquier poder económico será sometido al interés común, la defensa de los derechos humanos, la reconstrucción ecológica y la elaboración de un plan europeo que de oportunidades a quienes han sido excluidos podrá evitar el colapso al que el neoliberalismo nos aboca.

Pedro Luis Angosto

Artículo publicado originalmente en NuevaTribuna.es