Como cada mañana desde que tiene recuerdos, Emiliano sale a la puerta de su casa mientras en el horizonte, una débil línea anaranjada que se va ensanchando amenaza con liquidar la dictadura de la oscuridad. Él dice que para darle al sol los buenos días, pero la realidad es bien distinta: sale para tener un rato de intimidad con su mejor amiga.
Mientras la dehesa interminable se despereza del sopor de la noche, le da la espalda a aquella casa antigua de paredes blancas y camina seis metros para ir a sentarse en un banco de madera, a su lado. Cuando era un chaval, en tres saltos se sentaba en el banco; cuando maduró, apenas seis pasos pensativos le acercaban a ella; ahora, deja detrás de sus pies un surco en el polvo al arrastrarlos.
Emiliano se cansa con facilidad, cuando se sienta no puede remediar un pequeño bufido de alivio, como si expulsar con fuerza el aire retenido en sus pulmones a causa del esfuerzo, le mitigara los dolores. Eso le avergüenza, no quiere quejarse delante de ella. Él sabe que está viejo, muy viejo. Y ella, a pesar de que tiene su misma edad, está tan lozana.
—Hola — le dice con la voz quebrada por lo años —. Como es habitual no recibe respuesta —. No, si no sé porqué te digo nada, nunca me contestas.
Saca la petaca del bolsillo de la chaqueta y con la parsimonia del que no tiene prisa lía un cigarrillo con maestría. Enrolla el papel entre los dedos deformados por la artrosis, se lo lleva a los labios, lo enciende y da una calada profunda; después escupe en el suelo algunas briznas de tabaco.
—Ya viene el calor, amiga — le dice, mientras apoya la espalda cansada en el tronco rugoso de la encina—, ella sigue sin responderle —. Ya no hay primavera, ¿te has dado cuenta? Las flores se agostan enseguida y la espiga se quema antes de granar, pero nosotros seguimos aquí, aguantando.
Se quita la boina y se pasa la mano temblorosa por la cabeza.
—Marcos me llamó de nuevo ayer, otra vez para lo mismo. Quiere llevarme a la ciudad para que viva con ellos — le dice, mientras gira la cabeza y eleva la mirada hacia el sol que se cuela débilmente entre las hojas —. Le dije que no, claro. Que de mi casa no me mueve nadie. No tengo ya edad para cambiar de vida. Además, ¿qué iba a hacer yo en un piso en Madrid? A quién iba yo a saludar cada mañana, aunque sea solo yo el que hable. Claro que tampoco me hace falta, con el rumor de las hojas tengo bastante.
Aprieta la boina entre las manos.
A las nueve llega Flora, subida en su escúter malva. Es peruana y viene cada mañana para echarle una mano con la casa. Le prepara el desayuno, le hace la cama, le limpia el baño, pasa el polvo y una vez a la semana friega el suelo. Después se sienta a su lado, a la sombra de la encina, y le cuenta sus cosas. Y él la escucha en silencio porque sabe que escuchar es muy importante. Ella le cuenta de sus hijos, que están allí en su tierra en casa de sus padres; de cómo se vino a España sin nada en los bolsillo para poder enviar dinero a su familia. Él le habla de su tierra, de la dehesa, de los animales y de su encina; esa que su padre plantó el día en que él nació. Y mientras escucha, se pregunta que cómo se va a ir a Madrid, porque si se marchara, Flora se quedaría sin trabajo, y cómo iba entonces a mandar dinero a sus hijos.
Después de comer y recoger los cacharros, Flora se despide con un beso en la mejilla arrugada de Emiliano que le hace sonreír. Es buena chica, piensa, mientras empuja los pies hasta la habitación para reposar un rato mientras el sol cae a plomo sobre la dehesa, y las chicharras estridulan desesperadas.
La tarde cae y las sombras se alargan, ya se oyen los grillos cuando Emiliano sale de la casa de nuevo; lleva un cubo con agua en la mano. Llega con dificultad hasta la encina y vuelca el agua en su base, junto a las raíces.
—Aquí tienes, ves como me preocupo por ti. Nunca te ha hecho falta, pero lleva demasiado tiempo sin llover y no quiero que te seques. Bastante me estoy secando yo por lo dos.
Toma asiento fatigosamente y apoya la espalda.
—Si no se lo dices a nadie te cuento una cosa — le dice, mientras apoya la coronilla y entorna los ojos. Solo hay silencio y un rumor de fondo, un roce tenue de hojas.
—Me moriría hoy mismo, creo que estoy preparado. Si no lo hago es por no dejarte sola. Además está Flora, ¿qué iba a decir de mí si llega una mañana y me encuentra aquí sentado en la banca, más tieso que un palo? La pobre.
Una ligera brisa desciende desde Gredos. El viejo se estremece. A su edad hablar de la muerte ya no le da miedo. La ve como un desahogo. Le pesa vivir.
—No me preocupa qué haga Marcos con la casa y con las tierras. Si se las quiere quedar, que se las quede. Si las quiere vender, que las venda; unas buenas perras sí que se sacaría, y a el le vendrían bien; siempre viene bien un dinero de más. Lo que me inquieta eres tú, al fin y al cabo eres la única que se ha quedado a mi lado, la que me hace compañía, la que soporta mis tontunas de viejo sin quejarse. Tú has sido el testigo mudo de mi existencia. No me gustaría que viniera nadie con una motosierra y que desaparezcas quemada en una chimenea.
Se levanta con trabajo, a esas horas ya le pesa hasta el aliento. Se da la vuelta y, como cada noche, se abraza a la encina para decirle: —No me hagas caso, son cosas de viejo chocho.
Y se dirige a la casa por el mismo surco que día tras día ha hecho sobre el polvo, dispuesto a meterse en la cama.
No sabe si pasará la noche en vela, o si será capaz de hilvanar el sueño alguna hora que otra. O quizás no vuelva a despertar.
Tampoco le importa mucho.
Autor Gonzalo Arjona
No Comment