La sana discrepancia; el ejercicio razonado y razonable del noble arte del intercambio de opiniones y pensamiento; el debate meditado y reflexivo han dado paso a la descalificación sistemática con el objetivo premeditado de dividir a la población en sectores irreconciliables que acaben en una confrontación encarnizada y constante.
No hay más que echar un vistazo alrededor para comprobar que, a la menor de cambio, saltan chispas en todos los ámbitos de nuestra vida, ya sea el fútbol, la elección de una canción para el festival de Eurovisión o la política.
Este contexto humano, cada día más común, es lo menos apropiado a la hora de conseguir las cotas de bienestar personal y comunitario que nos hemos marcado como objetivo. Convivir en paz y tolerancia empieza a ser una necesidad perentoria y cada vez más alejada de nuestra realidad.
La ofensa, el insulto, la vejación, el maltrato físico y psicológico, el menosprecio o la ira son respuestas habituales y altamente desproporcionadas en nuestro trato diario con los demás. El exceso y la asimetría entre el hecho en sí y la réplica que este suscita se están haciendo con los mandos de una comunicación enferma en la sociedad.
Situaciones que, vistas desde fuera, resultan tan nimias que las reacciones desmesuradas que provocan pasmo se han convertido en algo totalmente cotidiano en nuestra vida, tan peligrosamente habitual que empezamos a no sorprendernos ante ellas y, al convertirse en moneda de cambio frecuente, el riesgo de asumirlas como naturales se incrementa hasta producir vértigo.
A la ciudadanía en general, esta práctica usual no puede aportarle nada positivo y sí la sume en un entorno estresante, angustioso y perverso. El caldo de cultivo perfecto para una interrelación enfermiza, una convivencia insana y siempre a punto de estallar por los aires, el tormentoso inicio del caos y la sinrazón.
Entonces, ¿cuál es el motivo por el que no somos capaces de poner freno a esta escalada de hostilidad en las relaciones sociales?
Pues parece que hay un poco de todo en este entuerto.
Por un lado, la desidia, la dejadez, la abulia en la que una gran parte de la ciudadanía nos hemos instalado tomando como inexorables estos avances sociales que resultan en enormes retrocesos dentro de las expectativas de futuro que, razonablemente, nos habíamos trazado.
Ese mundo tolerante, sereno que soluciona las divergencias con diálogo y generosidad, aceptando la legitimidad de cualquier opinión o pensamiento y respetando a quienes lo mantienen es hoy lo más alejado de la realidad que podamos imaginar.
Y por otro, los intereses espurios de aquellos que “mecen la cuna”, ya se sabe “a río revuelto, ganancia de pescadores”. No hay nada más manejable que una masa que ha dejado de hacerse preguntas y ha pasado a moverse por impulsos viscerales, es justamente esto lo que permite a esos que mueven los hilos de nuestro mundo, mantenerse en sus posiciones de poder utilizando al ciudadano de a pie como arma arrojadiza y escudo.
Mientras nos entretenemos en sus “y tú más”, ellos siguen enfangando el campo de juego, acumulando cadáveres debajo de la alfombra impunemente, inventando agravios, tergiversando argumentos y pariendo estrategias de desinformación que nos mantengan en un túnel oscuro y pegajoso del que no seamos capaces de salir para respirar oxígeno, abrir los ojos y exigir.
Algo falla en la autodenominada avanzada sociedad occidental si seguimos sin ser capaces de desarrollar las competencias necesarias para ejercer el pensamiento crítico, sea de donde sea que nos venga la información.
La educación es la base de la capacidad de análisis y reflexión, el elemento imprescindible para poder tomar nuestras propias decisiones evitando, en gran medida, el riesgo de que cualquier abanderado autoerigido en intérprete único de realidades utilice esta ignorancia cómoda para seguir manejándonos a su antojo.
En nuestras manos está convertirnos en ciudadanos críticos que, desde la serenidad, dejen muy claro a los que se están beneficiando de esta especie de ceguera del intelecto, que ni somos niños ni vamos a permitir que los árboles de la algarabía de las trifulcas orquestadas nos impidan ver el bosque de la realidad en la que vivimos.
En nuestras manos está, pero requiere esfuerzo y tesón y, el esfuerzo hoy no está de moda.
Autora Julia de Castro Álvarez
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