En las democracias el Pueblo es soberano y tiene la última palabra. Eso no quiere decir que no se equivoque. A lo largo de la historia hay muchos ejemplos que confirman lo que escribo. Sin embargo, hemos llegado a lo más temido, que un país democrático, influyente y avanzado se refugie en brazos de la demagogia y del populismo de los autoritarios, intolerantes, xenófobos y excluyentes. Ya ven que omito llamarles fascistas, para que no se me tache de intransigente.

El momento es muy parecido al de finales de los años veinte y principios de los treinta. Los movimientos radicales de derechas se habían hecho con el poder en Italia, en Hungría le llamaban sistema autocrático conservador; asomaban la cabeza en Francia, preparaban un golpe de Estado en España y encumbraban en Alemania al más sanguinario de los dictadores.

Por aquellos años Musolini –el gran ejemplo para la Meloni–, pretendía recobrar el imperio romano y Hitler morder pedazos de Europa ante la pasividad de las democracias. Hoy, es otro dictador sanguinario, Putin, quien trata de comerse a sus vecinos. Donde antes eran los Sudetes, hoy es el Donbás. Y siempre, siempre, las grandes guerras del siglo XX y XXI han empezado en el este europeo, desde Sarajevo a Dánzing, pasando por la península de Crimea.

Demasiadas coincidencias, demasiados puntos comunes para no estar al tanto y preocupados.

A mi parecer hay tres motivos para que las gentes voten a los melonis en Italia a los melones en España y a los melons en Francia. La primera es la ignorancia; la segunda la poca imaginación de la izquierda actual y la tercera, la crisis que estamos viviendo. Y lo grave es que ninguna de las tres tienen remedio a corto plazo.

Y por encima de todo esto está el odiado capitalismo que solo quiere seguir teniendo beneficios y cuya codicia no tiene límites y que siempre tendrán políticos mamporreros para evitar que sus ganancias excepcionales contribuyan a la sociedad en la medida justa. Esos grandes explotadores, esas grandes fortunas, confían en poder controlar y utilizar, desde sus poltronas económicas, a la pujante extrema derecha. Nunca ha sido así, cuando el faccioso de turno llega al poder lo sufren por igual Pueblo, burguesía y mediopensionistas.

Hay una escena mítica de la película de Bob Fosse del año 72, Cabaret, que refleja lo que pretendo contarles. Sucede en una cervecería del Berlín de preguerra, el Barón Maximilian von Heune, interpretado por Helmunt Griem, trata de convencer al protagonista, Brian Roberts, interpretado por Michael York, que lo del nacionalsocialismo será pasajero y que las clases dirigentes – lo que hoy sería el Grupo Bilderberg– pondrán pronto en su lugar a Adolf Hitler; lo que sucede a continuación en la terraza de la cervecería les demuestra a ambos que el nazismo es imparable y de que nada sirve la convicción, la vigilancia, el control o la buena voluntad.

Luego ya saben lo que sucedió: sangre, destrucción, persecución, guerra y desolación, a eso llevan ciertas políticas. Hay que detenerles.

Si quieren ver la escena de la que les hablo pinchen aquí, les aseguro que vale la pena.