Michael Foucault psicólogo, catedrático  y filósofo francés, cuenta en su Historia de la locura en la época clásica como en el siglo XV atravesaba el Rin y los canales flamencos la Narrenshiff o la Nave de los Locos. El barco en cuestión se dedicaba a recoger a los dementes de las orillas donde, previamente, los habitantes de las localidades vecinas habían obligado a refugiarse a sus locos. No era el único transbordador para chiflados, en Núremberg los desequilibrados eran confiados a los barqueros. Muchos de aquellos embarcados eran verdaderamente gentes de mentes confusas o enfermas, pero también los había con pensamientos demasiado avanzados para la época, sobre todo si se enfrentaban al poder establecido. Nadie quería escuchar ni confiar en aquellos que no seguían la corriente general.

Foucault explicaba que  muchas de las ideas, que la sociedad considera verdades permanentes sobre el comportamiento humano, cambian a lo largo de la historia. Un razonamiento fuera de toda duda, pero que se vuelve peligroso cuando rompe con los esquemas de los poderosos y hace pender sobre nuestras cabezas el anatema de asociales o de locos.

Asistimos estupefactos y desconfiados cuando ciertos gobernantes parapetados detrás de mayorías absolutas atacan de nuevo y se postulan como portavoces de las verdades y de la razón, para perseguir, cual modernos inquisidores,  cualquier idea que rompa con los esquemas de la sociedad capitalista. ¿Es miedo?, ¿intolerancia?, o simplemente  una defensa a ultranza de los intereses que representan y que creen en peligro. Andan preparando una nueva Nave de los Locos para embarcar a todos aquellos que sueñan en una sociedad ideal y en un cambio profundo que condene la sumisión a tanto poder maniqueo.

Esperanza Aguirre y sus colegas argumentan con medias verdades o con discursos demagogos el terror que les infunde que las gentes piensen, porque saben que la meditación serena devuelve la visión a los ciegos, crea rebeldía entre la juventud y hace andar a los parados.

Por fortuna los valores tradicionales que predica el capital están perdiendo su dominio opresivo sobre parte de la sociedad. Ya no funciona el pan y circo. Tampoco la zanahoria y el palo, ni la sardina en aceite. No nos acordamos ya de rezar porque es inútil. Y por supuesto no creemos que unos sean mejores que otros. Se está acabando o debería acabarse el largo brazo de la corrupción y el insaciable bolsillo de la banca. Ante estos argumentos escucharan ustedes que los que así pensamos carecemos de visión de estado, que no entendemos de finanzas globales, que somos seres marginales y excéntricos a quienes se debe condenar y abandonar en la orilla del ostracismo, para que sean recogidos por la Nave de los Locos.

Sin embargo, aquello que sus estadísticas mentirosas y manipuladas no  confiesan es que los locos también razonan. Y estamos cansados de que nos exploten, de que nos repitan que no hay otra forma de salir de la crisis, ni otra manera de hacer política y que los ricos deben seguir siendo ricos y que los pobres deben seguir votando a quienes les oprimen en nombre de lo posible. Y ahora les pregunto: ¿Dónde está la verdadera demencia? ¿En aquellos que sueñan en un mundo más justo y solidario a pesar de que les tachen de utópicos, o en los que siguen creyendo que el amo les dejara morir tranquilos después de haber arado la tierra que enriquece tan solo a los de siempre?

Por fortuna cada vez somos más los que estamos lo suficientemente locos  para razonar y desconfiar de los cuerdos.