Y tal vez, la respuesta sea más sencilla de lo que imaginamos. Todos los pueblos necesitan referencias como las fiestas, las tradiciones, las canciones, las banderas, los himnos o los equipos de fútbol. Actualmente es muy difícil que un catalán diga públicamente que los castells le parecen algo provinciano, que Els Segadors le aburre, que lo de la enxeneta es una temeridad impropia de un pueblo civilizado o que Carles Puigdemont es lo mismo a la política que Manolo Escobar al cante jondo.

En una sociedad plural eso sería lógico y saludable, como lo sería que alguna vez ganase las elecciones un partido verdaderamente de izquierdas que tuviese como principal objetivo de su gobierno el mejoramiento de las condiciones de vida de quienes peor viven; pero cuando tanto el himno como la bandera, las sociedades de castellers como los padres de las enxenetas, las directivas de los equipos de fútbol, las sociedades gastronómicas, las congregaciones religiosas y hasta los cultivadores de calçots difunden una misma idea, una misma verdad inmutable, es difícil, muy difícil que se cultive algo diferente al pensamiento único que condiciona los resultados electorales año tras año con un resultado casi idéntico. Es como si a alguien que se ha criado en el mundo de los toros como referente vital, le explicas que eso no es arte, que matar a un animal durante media hora rompiéndole la masa muscular, causándole dolores terribles y provocándole hemorragias por todo su cuerpo es pura barbarie.

Enseguida te saldrá con aquello de que el toro no sufre porque le gusta el desafío, que es una fiesta ancestral que se pierde en la noche de los tiempos, por lo menos desde el Minotauro cretense, que hay una simbiosis mágica entre el toro y el torero o que el torero se trasciende a sí mismo cuando encuentra al toro ideal para crear un clímax místico que pocas veces se alcanza en ninguna otra disciplina artística.

Lo mismo se puede decir de lo que está sucediendo en Madrid y en otros lugares de España donde nada cambia, donde los gobiernos se mantienen en el poder década tras década y pase lo que pase, pareciendo que al electorado le da igual que hayan sido procesados por corrupción un ingente número de presidentes, ministros y altos cargos de sus gobiernos autonómicos, que hayan vendido a fondos buitres miles de viviendas destinadas a quienes no tienen acceso a ellas, que roben hasta la saciedad, que se hagan multimillonarios gracias a su apoyo electoral o que ostenten el récord europeo por víctimas del coronavirus.

Nada merma el voto, ni las declaraciones disparatadas de la ministra principal, ni que se borren los versos de Miguel Hernández o el mural que representaba a las mujeres más sobresalientes, ni que cada vez sean más lo que no tienen que echarse a la boca ni que el Madrid abierto, amable, generoso y creador de hace años esté siendo sepultado bajo capas de caspa y roña. ¿Por qué? La explicación puede ser la misma que en el caso anterior: Un sector importante de quienes habitan Madrid han convertido los mensajes de la twitera del perro de Esperanza Aguirre en sus señas de identidad, en su modo de estar en el mundo, en su rebeldía, en su hecho diferencial.

Banderas monárquicas, al igual que la estelada en Catalunya, por todos sitios, desde Cibeles al barrio de San Blas, desde guirnaldas de Navidad hasta las tertulias taurinas, pequeñas, medianas, grandes, gigantescas, como si esas banderas y quienes las ponen fuesen la esencia de España, lo que de verdad nos estamos jugando cuando la miseria y la frustración se adueñan de capas cada vez más amplias de población.

Todos saben lo que está sucediendo en los hospitales madrileños, que las UCIS están saturadas, que un personal extenuado tiene que seguir alerta día y noche ante la sucesión de oleadas de coronavirus, de muertos, de heridos, de curados con secuelas irreversibles, que las clínicas privadas se están forrando con los test y con el dineral que les dan cuando no son ellas quienes están haciendo frente a la pandemia; todos saben que no se contrata al personal sanitario que hace falta, que han muerto miles de ancianos sin asistencia médica, que hay miles de personas muriendo en soledad. Sin embargo, ni siquiera eso, ni siquiera el dolor inconmensurable es capaz de hacer pensar a muchos votantes que las señas de identidad de los madrileños no pueden ser las que han conducido a esa albañal, que tanto Madrid como Barcelona siempre fueron ciudades libres, humanas y luchadoras, incompatibles con la necedad.

Pero analicemos un poco. Ya sabemos que la banca, la gran empresa, la iglesia, los intermediarios y los especuladores tienen una ideología y una forma de ser determinada que no cambia con el paso del tiempo: Lo suyo no es la democracia, es el dinero. Eso se supo siempre y hoy sigue siendo igual.  Empero, hay cosas que han cambiado en los últimos años, por ejemplo, el aumento desmesurado de la enseñanza concertada católica que llega ya en Cataluña y Madrid a adoctrinar a casi la mitad de la población: En un centro público cada profesor piensa lo que quiere y da sus clases como le apetece; en un centro concertado, es la iglesia quien contrata al profesorado y por tanto quien dice lo que es bueno y lo que es malo.

Por otra parte, los equipos de fútbol se han convertido en verdaderos grupos de presión aprovechando el auge desmesurado de ese deporte en el mundo, convirtiendo los palcos de los estadios no sólo en centros de negocios, sino en instrumentos de presión y difusión de una determinada forma de ser y estar. Sucede los mismo con las cofradías y juntas de fiestas, que atribuyéndose la representación de las tradiciones y del sentir de todos, se han convertido en una extensión de los partidos políticos conservadores y ultras, vivero de cuadros y propaladores de sus ideas, eso sí, todo despolitizado porque no se puede mezclar política con fiestas o con actividades sacro-santas.

Si a todo esto añadimos el nombre de los dueños de los principales medios de comunicación del país, esos que todavía siguen creando opinión -antes de creerte una información, mira quien paga la tinta-, el monopolio del uso de banderas e himnos, los entramados de muchas oenegés tradicionalistas que se nutren de segundones con aspiraciones, la incidencia de las redes sociales en la manipulación de la realidad y el declive de sindicatos, asociaciones de vecinos, asociaciones culturales, círculos políticos y medios de comunicación alternativos capaces de llegar a todo el mundo y de generar otra forma de ver el mundo y de generar ilusiones, tenemos la ecuación perfecta para saber lo que está pasando y, tal vez, lo que pasará. Aunque siempre nos queda el Ser Humano, su capacidad para regenerarse y sobreponerse a la incertidumbre que genera la certeza de lo que viene y es perfectamente evitable, basta con un voto y con renunciar, unas horas, a la desesperanza.

Pedro Luis Angosto. Artículo publicado originalmente en Nuevatribuna.publico.es