Como explica Robert Mitchum ante la incomprensión de Sarah Miles en ‘La hija de Ryan’, escuchar a Beethoven, un músico germánico, en el Reino Unido durante la Primera Guerra Mundial no era sólo inconveniente, sino que podía ser una afrenta al patriotismo del momento. Qué ridículo, dirán algunos, mezclar el arte y el lenguaje universal de la música con la política y la guerra. ¿Es que acaso hoy el arte libre que desafía el pensamiento único de ciertos guardianes de la moral no sufre de ostracismo e intentos de censura?

Basta que algunas investigadoras del CSIC publiquen un artículo en la revista del centro cuestionando la utilidad del feminismo para que los familiares de la nueva Inquisición exijan su retirada por atentar contra la igualdad. La igualdad, necesaria y exigible, pasa a convertirse, en manos de fanáticos adictos a Change.org, en un dogma de fe que justifica la censura y el castigo para quien ose tener su propia opinión –no por ello machista- al respecto. Para qué debatir con estas mujeres, las autoras del artículo, sobre lo acertado o errado de su razonamiento. Mejor silenciémoslo y dejemos claro que nadie, bajo pena de escarnio público, podrá salirse de la doctrina del Santo Oficio.

Siempre ha habido esta clase de exaltados, con muchos nombres, pero ahora cuentan con el gran altavoz de las redes sociales, donde en el momento en que algo se convierte en tendencia, los medios de comunicación desesperados por la viralidad se prestan sin demora a amplificar el mensaje hasta hacerlo parecer mayoritario y, por qué no, único. Es entonces cuando oportunistas políticos de miras cortas entran con su espátula a rascar en la corteza de la intolerancia, a ver si así arrancan un puñado de votos.

En lugar de un artículo en la revista científica ‘Arbor’, supongamos que un ilustre escritor opta por expresar en un suplemento semanal sus gustos y criticar las versiones modernas de clásicos teatrales y que, entre otros argumentos para defender su tesis, rechace la utilización de mujeres para interpretar a hombres en lugar de contar con actores masculinos. Por supuesto, los odiadores camorristas de la red no se conformarán con discrepar con él como hago yo mismo –autor de una versión contemporánea del Tenorio de Zorrilla que seguramente disgustaría al académico en cuestión-. No, han de ir más lejos, han de darle un escarmiento por su atrevimiento, escarmiento que pasa por usar la palabra mágica de “machista” olvidando que el artículo contenía muchos más ejemplos que el mero de la interpretación femenina de personajes masculinos.

Auto de fe

Y si cambiamos a Javier Marías por otro amigo suyo, Arturo Pérez Reverte, que además de opinar contra los guardianes de la moral tiene la manía de responder con estruendo a los ataques de éstos, el resultado puede rozar el auto de fe. Aquí el delito ha sido que un jurado premiara otro artículo en el que el creador de Alatriste tira de historia para hacer un símil entre las invasiones bárbaras del final del imperio romano y la llegada masiva de refugiados a Europa. El jurado, que podía no compartir en absoluto la opinión de Pérez Reverte, se limitó a evaluar la calidad del texto y decidió premiarlo con un galardón dotado con dinero público. Craso error. A pesar de lo que dijeran las bases del concurso, no sabían que no se puede premiar a quien no comulga con el credo del oficialismo poseedor de la verdad sobre los valores decentes.

Casualmente siempre están por medio los políticos, que enseguida recurren a la pregunta parlamentaria para exigir al poder que abuse de su autoridad e impida tales aberraciones. El Gobierno no debe permitir que unas mujeres investigadoras cuestionen el feminismo, ni que un literato experto en novela histórica use la literatura y la historia para desafiar su dictadura moral.

Además, a odiar y montar el pollo se acostumbra uno rápido, de manera que aunque se presten a satisfacerte en todo, siempre se puede hallar el modo de generar polémica y exigir una purga. Es el caso de Zaragoza, donde el empeño de un Ayuntamiento por reconocer y denunciar públicamente el horror de las mujeres que sufren la violencia machista ha quedado silenciado por el ruido de quien considera humillante el resultado.

Parece ser un crimen mostrar a la mujer en plena expresión de su padecimiento, una forma bastante verídica de reflejar el drama. Sin embargo, esa representación humilla a las víctimas. Cabe preguntarse si en caso de que el escultor hubiera optado por una actitud muy distinta en su obra, no hubiera sido tachado de frívolo o insensible.

Con estos ingredientes y un aderezo a base de jueces y fiscales dispuestos a perseguir hasta el último chiste ofensivo contra los de su bando, el marmitako resulta tan espeso que se hace indigesto y nos obliga a todos a reclamarle al camarero un buen trago de libertad de expresión.