Por eso hoy me gustaría reivindicar un sentido positivo de la ingenuidad, algo que nada tiene que ver con la falta de inteligencia o el peligroso “buenismo”. Es el sentido que, al parecer, tenía originalmente el término, y que acabó deformándose con los siglos hacia algo negativo.
Leo que la palabra latina ingenuus se aplicaba en Roma a los hombres nacidos libres, y que también tenía que ver con nociones como “natural” o “no alterado”. Por poner un ejemplo, el poeta y filósofo romano Lucrecio utilizaba la expresión “ingenuus fontes” para referirse a “manantiales límpidos”; y siglos más tarde el rey Alfonso X el Sabio seguía dándole este significado luminoso.
En algún momento desconocido, la palabra acabaría refiriéndose, como hoy en día, a esa persona inocente que va a acabar estrellándose con la realidad por falta de conocimiento… algo que no sé si tendrá que ver con que nos hayamos vuelto un poco más resabiados con el tiempo.
Pero de lo que estoy convencido es de que, ahora mismo, en nuestra sociedad, hacen falta muchísimos más ingenuos, en un significado parecido al original. Ingenuos como personas que no han perdido su libertad de actuar porque no han dejado morir su capacidad de pensar libremente; gente capaz, y que además no haya dejado que la cultura utilitarista dominante corrompa su honestidad y sus esperanzas fundadas de que todos podemos (y debemos) influir en la realidad y hacerla mejor.
Seguramente, los inventores más destacados y otras personas entre las que más han cambiado este mundo fueron, además de muy hábiles, grandes ingenuos. O individuos lo suficientemente libres como para desafiar a quienes les decían que, aquel ingenio que harían realidad o su novedosa idea de avance social, no eran más que bellas quimeras.
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