Sabía también que era curiosa para el conocimiento y me gustaba transmitir lo que aprendía. Sin embargo, para transformar mi interés genérico por la infancia en una vocación clara, tuve que atravesar un proceso casi químico: de amalgamar y producir sustancias nuevas. Mis alquimistas fueron Mariano Martín Alcázar y otros profesores extraordinarios de mi escuela universitaria. De allí salí con la seguridad de que había acertado en la elección profesional y de que comprometer la vida en ser maestra me llenaría de felicidad. Cuarenta años después sé que no me había equivocado.
Conocí a mis primeros alumnos allá por 1980, en el centro de educación especial “María Corredentora”, de Madrid. Recuerdo que trabajaba allí un grupo incandescente de profesoras. De ellas y de aquellos niños y niñas aprendí que en mi clase no podría haber nunca un rincón para el desánimo.
Ingresé en la función docente en 1981 y mi primer centro público fue el colegio “Arquitecto Gaudí”, también de Madrid, que escolarizaba un alumnado de alto nivel social y económico. En aquel primer año de funcionaria novata, aprendí de los chicos a no tomarme demasiado en serio a mí misma. También aprendí que hay diferentes tipos de polvos pica-pica.
Después di clase en La Codosera, un pueblo de Badajoz fronterizo con Portugal a donde por entonces no llegaba la carretera. Mis alumnos no habían recibido nunca una carta y mi propio abuelo escribió treinta diferentes, dirigidas a aquellos chiquillos, así que celebramos una gran fiesta cuando llegó el cartero. Recuerdo que las familias del pueblo me inundaban a diario de pan caliente y leche recién ordeñada. Por entonces aprendí el valor esencial de muchas cosas sencillas.
Dirigí un grupo de teatro escolar en el colegio público “Juan Vázquez”, de Badajoz capital, con el que preparé durante todo un trimestre la Historia de una escalera, de Buero Vallejo. Compartimos muchas horas de ensayos en las que aquellos chicos de octavo de EGB sacaron de sí mismos talentos y pasiones desconocidas. Estrenamos nuestra obra el día que murió Luis Álvarez Lencero y allí, en un salón de actos de colegio, ante media entrada de padres y niños pequeños, mis alumnos y yo guardamos un minuto de emocionado silencio por la memoria del gran poeta extremeño. Ese homenaje fue iniciativa de los jóvenes actores, que me dieron entonces una gran lección. Aprendí tanto de aquellos chicos que todavía hoy ocupan un lugar especial en mi memoria y mi corazón.
En el colegio “Ciudad del Aire” de Alcalá de Henares aprendí de los alumnos y de un maravilloso director la importancia que tiene para un docente la autodisciplina. Y recuerdo con emoción a aquel chiquillo que me pidió dirigirse solemnemente a la clase, y entonces dijo: “Por favor, no me llaméis Nacho. Mi nombre es Ignacio y me gusta ser yo mismo.” Lo apunté para tenerlo yo también en cuenta.
Del “Fray Albino” de Santa Cruz de Tenerife me traje la paciencia. Mis alumnos la tuvieron a manos llenas conmigo y mi dificultad para aprender los nombres guanches.
En el “Manuel Azaña” de Alcalá de Henares, donde di clase durante quince años entre enormes dificultades por las circunstancias sociales de los alumnos, comprendí la profunda complejidad y belleza de la docencia. Entre tantos chicos y chicas que pasaron por mi aula recuerdo a un alumno guineano que no podía aprender a escribir y se convirtió en buen jugador de ajedrez; a una alumna gitana llena de talento e inteligencia que dejó de asistir a la escuela; a un pequeño con un grave desequilibrio psíquico, del que no conseguí nunca una mirada pero que un día me tomó la mano y me la besó; y a una alumna abandonada por una madre alcohólica a quien recuerdo a diario con la sensación de que no hice por ella lo suficiente.
De nuevo en Madrid, en el “Padre Coloma”, di clase a un grupo de sexto de Primaria con el que compartí mi amor por los cuentos de Borges y que supieron adaptar El Aleph a un teatrillo de marionetas. El último día de curso del año 2000, cuando sonó el timbre que anunciaba el final de la hora de clase, todos se quedaron sentados y en silencio. Yo les pregunté por qué no se marchaban a casa y el delegado, de pie y en nombre de todos, me dijo: “No queremos separarnos de ti, profe.” Lo considero uno de los momentos más bellos de mi vida.
Después de un paréntesis de trece años, en el cual tuve el honor de defender al profesorado desde el sindicato ANPE, regresé a la escuela para encontrar de nuevo la belleza de esa forma única de comunicación entre seres humanos que es la relación educativa. Y desde el CEIP “San Miguel” de Hortaleza, rodeada de compañeros excelentes, aprendo y reaprendo cada día por qué me hace tan feliz compartir con los alumnos la dura, absorbente, mágica y feliz trinchera de la escuela.
A las puertas de la jubilación, comprendo que este compromiso ha sido un buen viaje para la vida. No existe poder de transformación más grande que el de un maestro sobre su discípulo, ni poder de transformación más bello que el de un discípulo sobre su maestro. Todo lo que sé de la educación se ha fundamentado en el encuentro con personas y lo he recibido a través de ellas. De mis alumnos y de mis compañeros, de todos aquellos con quienes se ha cruzado la línea de mi vida, aprendí y aprendo. A diario.
A partir de ese bagaje de encuentros, he escrito el libro “Lo que mis alumnos me enseñaron”, con profundo agradecimiento por tanto aprendizaje como les debo. Está compuesto por reflexiones breves y diversas que he ordenado alfabéticamente como un guiño a los contenidos de la escuela. Espero que resulten útiles a quienes la voz de un niño dice: “Enséñame el mundo.”
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