Este fin de semana ha habido un poco de todo. He podido hablar con los amigos, he sufrido la nostalgia de la mujer que amo y el cielo protector de su compañía, he vivido un día más y he tenido un par de experiencias que quiero relatarles.

El viernes, una amiga me envío un e-mail de esos que van circulando por la red y que cuando se tiene la fortuna de tener muchos amigos, recibes tres o cuatro veces. El mensaje promovía la entrada en una página de noticias que mostraba un video con la caza y masacre de los delfines en Japón. No quiero relatarles con detalle su contenido, pero pueden ustedes imaginarlo. A la ignominiosa captura de los simpáticos e inteligentes mamíferos marinos, se añaden escenas de brutalidad gratuita y detalles de ensañamiento. No, no voy a entrar en debates seudo científicos sobre los animales de sangre caliente y sangre fría; tampoco divagaré filosóficamente sobre el nivel de talento de la criatura en cuestión; no voy a valorar las necesidades comerciales y culinarias, los puestos de empleo o los beneficios empresariales, ni tan siquiera – y miren que lo tengo fácil – en la razón de la extinción de una especie tan particular. No. No voy a defenderlos sólo porque son animales cercanos e indefensos. Prefiero atacar a los seres humanos cuando, por el motivo que sea, no se comportan como tales.

Mentiría si les dijera que no sé el porqué, pero el suceso me recordó una película de la industria Hollywoodiense que vi siendo niño. La cinta en cuestión era de cuando los norteamericanos eran mejores, allá por el año 50 del siglo pasado; su título, “Objetivo: Birmania”; el director era Raoul Walsh y su principal protagonista Errol Flynn, la película en cuestión fue rodada en 1945, en unos estudios americanos. Me quedó grabada la historia en mi ordenador mental para siempre, sobre todo una parte en la que soldados norteamericanos – hoy podría ser al revés – son descuartizados por los japoneses. La escena en cuestión representa como varios soldados nipones preparan tranquilamente su comida mientras pocos metros más allá agonizan los paracaidistas enemigos. Nada nuevo bajo el sol y menos en estos días cuando la vida humana no tiene valor ninguno. Pero sí debo anotar algo que quedó en mi mente infantil: la indiferencia de los asesinos, la estúpida mirada de la inconsciencia, la ausencia de remordimientos y de escrúpulos, muy bien ambientados por el director. La misma que podemos ver en los asesinos del momento: los torturadores del Cono Sur, los imbéciles de Abu Grain, los matarifes de Atocha… y en los pescadores de Japón.

¿Y quién me asegura que somos mejores que los delfines? ¿Por qué nuestra especie debe sobrevivir a la de los cetáceos? ¿En que código ético está escrito?

Me dirán ustedes que no es lo mismo, que no compare. ¿Y quién me asegura que somos mejores que los delfines? ¿Por qué nuestra especie debe sobrevivir a la de los cetáceos? ¿En que código ético está escrito? Se que ustedes me pueden responder qué somos muy distintos, qué nosotros tenemos sentimientos, que es posible que tengamos alma, que somos – aunque está demostrado que no – la única especie que ríe. Pero yo les aseguro que visto lo visto empiezo a tener mis dudas.

Pasé el sábado imaginando a los monos amarillos. Por favor, no piensen mal, les recuerdo que somos inteligentes y nos guía la razón y la comprensión. Me explicaré, pasé el día imaginando a los monos amarillos del río Yacuma, cerca de Rurrenabaque en plena amazonía boliviana, chichilos, les llaman por allí y con la añoranza de aventuras por tierras americanas quedé a tomar el vermú con unos amigos, también muy aficionados a los viajes al Nuevo Continente.

Detrás de la barra del establecimiento donde nos habíamos citado servían camareras de diversas nacionalidades, dos simpáticas hermanas de Rusia y una muchacha de grandes y tristes ojos de nacionalidad brasileña. La añoranza de su país y de sus gentes le daba esa fragilidad y esa pena a los hermosos ventanales que imaginaban las selvas de su ciudad en el norte brasileño. Me comentaron mis amigos que la precariedad de su situación – no tiene los papeles en regla – y la angustiosa “saudade” que sufría eran los responsables de su abatimiento y recordé la letra de la canción “Sólo le pido a Dios que el futuro no me sea indiferente, desahuciado está el que tiene que marchar a vivir una cultura diferente”. Y pensé en los solitarios, en los abatidos, en los necesitados – de dinero, amor o justicia – y en los que sollozan. En los ojos tristes de aquella muchacha y en los delfines a quienes dejan agonizar mientras se desangran.

Y me pregunto: ¿Quiénes somos y qué estamos haciendo?

La añoranza de su país y de sus gentes le daba esa fragilidad y esa pena a los hermosos ventanales que imaginaban las selvas de su ciudad en el norte brasileño

Mientras tanto, la banca dice que no le da vergüenza confesar que está ganando mucho dinero, los americanos preparan otra invasión,
África se muere de hambre, los cínicos piden libertad y los japoneses se pasan por el Sol Naciente las recomendaciones sobre
especies protegidas.

Y ahora díganme ustedes lo espabilados que somos, lo solidarios y lo bonita que es la humanidad en toda la extensión de la palabra. Algo habrá que cambiar, alguna cosa tendremos que hacer cada uno de nosotros. Tal vez ayudar al emigrante en vez de criticar su osadía de buscar un mundo mejor y recordar que los europeos hemos sido los más emigrantes; quizás no comprar productos japoneses, ni tan siquiera la serie televisiva”humor amarillo”; acaso deberíamos cerrar las cuentas en los bancos que nos cobran abusivas comisiones; demandar a nuestros gobiernos que ayuden más a los países subdesarrollados; no votar a los indeseables. . .cambiar las cosas.

Esta noche de domingo estoy del lado de los que sufren, de los que pasan hambre, de los que añoran su tierra, de los monos amarillos del Yacuma y de los delfines; y por supuesto de los que amamos. Y como les contaba al principio, la fecha no es primordial y mañana amaneceré en la misma trinchera, y pasado; sea lunes jueves o viernes. Hasta que se enfríen las estrellas.