La violencia machista cotidiana, los fenómenos relacionados con la violencia sexual como el acoso, la prostitución, la pornografía o las violaciones, la brecha salarial de género, la falta de derechos laborales de las mujeres, la mayor pobreza femenina, las dobles y triples jornadas, las condiciones insoportables de las mujeres que están cuidando 24 horas al día a personas dependientes, y tantos otros, no son hechos aislados sino manifestaciones de un sistema social llamado patriarcado.

En este sistema hay dos grupos: los hombres son el dominante y las mujeres el dominado. Nos lo dijeron feministas como Kate Millett durante la anterior ola de feminismo (Política Sexual fue publicado en 1970), pero es ahora cuando esta idea se está consolidando a pesar de las resistencias.

Para impedir el paso a las mujeres se han utilizado muchos mecanismos de dominación. Alicia Puleo  nos explica cómo se nos apartó de los derechos de ciudadanía emergentes mediante el discurso del elogio de Rousseau: “nadie puede hacer las labores domésticas del cuidado como vosotras, por lo que no seréis ciudadanas de pleno derecho sino que os limitaréis a criar ciudadanos”. Esta es, ni más ni menos, que la definición de la división sexual del trabajo.

Esta idea está superada. Las mujeres hemos conquistado la ciudadanía y ya son excepcionales los países que mantienen un sistema legal en el que tenemos menos derechos reconocidos explícitamente que los hombres.

Sin embargo, la división sexual del trabajo continúa existiendo. Las mujeres ocupan en el empleo las posiciones más precarias y se ven sometidas a dobles y triples jornadas, retirándose cuando hay alguien a quien cuidar en la familia. Los hombres, en cambio, son “trabajadores de toda la vida” y, si acaso, “ayudan” en los cuidados.

Ya no hay barreras legales que nos impidan acceder a todas las profesiones, o que penalicen el abandono del hogar, o que nos exijan el permiso del marido para las más elementales operaciones. Ahora teóricamente lo hacemos todo por propia elección. Hemos pasado del anterior “patriarcado coercitivo” al actual, llamado “patriarcado de consentimiento”.

Pero, ¿por qué íbamos a elegir las mujeres trabajar mucho más en casa y menos en el empleo? ¿Por qué íbamos a elegir las inevitables consecuencias de ese desigual reparto? En realidad lo que llaman elección no suele ser tal, sino producto de una situación de necesidad en la que las mujeres no tenemos otra opción. Así,  somos las mujeres quienes tomamos los permisos de maternidad (que son, sin elección por nuestra parte, mucho más largos que los de paternidad), las excedencias que nos dejan sin ingresos, las reducciones de jornada que nos sitúan en el camino de la precariedad, las “paguitas” que nos hacen cuidar 24 horas al día, y todos los demás llamados “derechos de las mujeres”, que curiosamente nos dejan sin derechos humanos básicos. ¿Qué otra alternativa tenemos en los países en los que los hombres no cuidan y no hay servicios públicos de cuidado suficientes?

Hemos avanzado lo bastante como para que la idea de la complementariedad entre sexos esté ausente de los discursos oficiales. Las autoridades repiten que debemos repartir el empleo y los cuidados equitativamente entre todas las personas, hombres y mujeres, padres y madres. En España, por ejemplo, todos los grupos parlamentarios han votado en repetidas ocasiones que los permisos de maternidad deben ser iguales e intransferibles para todas las personas progenitoras, por tanto sin distinción entre la madre biológica, por un lado,  y el padre o la otra madre por otro.

Sin embargo, lejos de los medios institucionales, el discurso del elogio de Rousseau emerge explícitamente, y el problema es que también lo hace en boca de algunas mujeres: “las mujeres cuidamos mejor”; “las criaturas necesitan a sus madres más que a sus padres”; “conceder el mismo permiso a todas las personas progenitoras es descuidar el cuerpo dolorido de las mujeres” y, más grave aún, “las madres deseamos tener un permiso más largo” (lo que equivale a “deseamos cuidar más”).

Se trata de afirmaciones no sustentadas con estadísticas y que no van acompañadas de planes para organizar la sociedad en base a ellas, pero que sirven de vehículo a las resistencias a la igualdad de quienes, sin apoyarlas explícitamente, las utilizan desde la retaguardia. Por ejemplo, el 92% de los padres y las madres están a favor de equiparar los permisos de paternidad a los de maternidad, tal y como propone la PPIINA, pero los partidos políticos invocan sistemáticamente estas posiciones como un gran escollo en el camino a esa equiparación.

Betty Friedan explicaba en “La mística de la Feminidad” (1963) cómo el discurso según el cual las mujeres se sentirían realizadas en su papel de amas de casa escondía una situación de gran insatisfacción generalizada a la que ella llamó “el malestar que no tiene nombre” precisamente por la presión para que no aflorase.

Hoy es “la mística de la maternidad” la que, magnificando el hecho que indudablemente distingue a una madre biológica, sirve para prescribir un comportamiento diferenciado entre hombres y mujeres en general, y en definitiva para oponerse al reparto equitativo del cuidado, pasando por encima de la evidencia. Bajo la mística de la maternidad, por ejemplo, puede afirmarse que las madres en general necesitan ser cuidadas a tiempo completo para recuperarse del parto 6 semanas, incluso16 o hasta 24 (pues la razón “oficial” de que el permiso de maternidad sea más largo que el de paternidad es precisamente esa necesidad de recuperación). Sin embargo,  ese discurso convive con el hecho de que, precisamente en los países en los que tiene más fuerza, las madres se han visto siempre hasta ahora cuidando en solitario a una o varias criaturas a los pocos días del parto.

Conviene recordar que este fenómeno no es nuevo. Ante cualquier progreso en igualdad, se alzan voces escandalizadas que pretenden erigirse en defensoras de supuestos derechos en peligro. Así sucedió con el derecho al voto, con el aborto, con el divorcio, con la paridad política. En cada sociedad se repiten los mismos argumentos y premoniciones catastrofistas que, una vez establecidos los derechos, quedan en el olvido.

Solo una perspectiva científica puede ayudarnos. Estudiemos desapasionadamente las consecuencias del sistema actual y cómo se mantiene. Apoyémonos en las experiencias de otros países para prever los efectos (nada catastróficos) de medidas en favor de un reparto equitativo del cuidado. Liberémonos de esas voces que nos conminan a reproducir nuestro mandato de género sin ningún filtro racional. Así seremos menos desiguales, más libres y más felices.