El pasado sábado 22 de febrero juró su cargo el nuevo Consejo de Ministros italiano tras una discutible jugada del ahora primer ministro, Matteo Renzi, que ya traté en otro artículo al que no haré más alusiones. Casualidades de la vida, mientras Enrico Letta le entregaba la campanilla de mando al nuevo premier, me encontraba yo en Italia. Estaba en Turín, una ciudad a la que me siento muy unido, y por ende a todo el país transalpino. Pensé en aprovechar el viaje para continuar con mi análisis sobre la política de aquel lugar, pero algo me impulsó a cambiar la orientación del nuevo artículo. Fue una conversación a altas horas de la madrugada en una discoteca a orillas del río Po (y con algún trago de más) la que me impulsó a hacerlo.
Siempre he pensado que un país que envidia a España por su clase política es un país que necesita ayuda, y nunca he dudado de que sea ése el caso de Italia. Pero los testimonios de varias amigas ‘azzurre’ reforzaron mi teoría. No es la primera vez que me advierten de la osadía de comparar a la izquierda española con la italiana, procedente esta última en gran parte de la vieja Democracia Cristiana y en general mucho más conservadora que la ibérica. La extrema moderación en ciertos aspectos del Partido Democrático de Renzi sitúa a menudo al centro izquierda italiano en una equivalencia con las posturas más moderadas de nuestro Partido Popular. Quizá por eso ni el depuesto Letta ni el entronizado Renzi (al que muchos italianos consideran menos de izquierdas que su predecesor) plantean siquiera la posibilidad de llevar a cabo algunas reformas ya consolidadas en España como el matrimonio homosexual. ¿Tendrá algo que ver la presencia en Roma de la omnimeticona Iglesia Católica?
Sin entrar en más vicios del país de los Apeninos (como otros tantos que tiene nuestra Piel de Toro), era el perjuicio a sus derechos que sufría una joven lesbiana turinesa por ser italiana y no española, lo que la llevaba a apedrear una y otra vez mi idealizada imagen de Italia. No quebrantó esto el amor que siento por la Bota, pero sí me hizo reflexionar acerca de mi querida patria.
De repente, resultaba que el denostado Zapatero, culpable de todos los males de la nación, de la derrota de Rocroi, del hundimiento de la Armada Invencible y hasta de la pérdida del oro de Moscú, había promovido algo por lo que España era admirada en el mundo. Resultaba que ese demonio con cuernos y tridente había alumbrado algo por lo que los españoles podíamos sentirnos orgullosos fuera de nuestras fronteras. El mismo Zapatero que, según el actual ministro de Exteriores, nunca había creído en la Marca España, era el que aún mantenía el prestigio de un país que dispara pelotas de goma contra seres humanos (aunque sean repugnantes negros) que se ahogan en una playa y concede sin ningún mérito comprobable a una virgen la misma Medalla al Mérito Policial que un agente debe ganarse arriesgando su vida para salvar la de otros.
Pese a que desprecie a los que siembran odio con sus banderas, sean del color que sean, para un español como yo, de nacimiento y convencimiento, que siente que Rajoy y su Corte de los Milagros no hacen más que ponerlo en ridículo, el sentir el elogio que su país recibe por algo tan básico pero loable como es acabar con la discriminación de los homosexuales, no deja de ser un motivo de orgullo que yo he podido experimentar este fin de semana en Turín.
Y ni mucho menos el mérito es sólo del anterior Ejecutivo, sino de una sociedad madura y tolerante. Mientras que en Francia el presidente Hollande hubo de enfrentarse a la podredumbre de un numerosísimo ejército de homofobia, la reacción mayoritaria del pueblo español (claro que siempre hay bochornosas excepciones, y muchas veces visten o siguen sotanas) fue de normalidad ante lo que era una página gloriosa escrita por España ante la historia.
Ésa es la España que amo y de la que me siento orgulloso. Ésa es mi Marca España, ministro Margallo, no la de la reforma del aborto de su colega Gallardón. Por favor, dejen ya de abochornarme con sus rancios cilicios de cruzada.
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