El 15M ha cambiado nuestra manera de leer e interpretar la crisis. Si desde el 2008 nos dijeron que “habíamos vivido por encima de nuestras posibilidades”, acusándonos de ser responsables de la presente situación, el movimiento indignado fue capaz de modificar dicho relato. Una de sus principales consignas, “no somos mercancías en manos de políticos ni banqueros”, apuntaba en esta dirección. El 15M señaló a la banca como autora del estallido económico, y la complicidad de la mayor parte de la clase política. Los indignados consiguieron imponer un relato contrahegemónico al dominante: ni culpables ni responsables sino víctimas de una crisis y a la vez de una estafa.

Lo que empezó como una crisis económica, pronto derivó en una crisis social y finalmente, bajo el impacto del 15M y del proceso independentista en Catalunya, en una crisis del sistema político, que llevó a cuestionar las raíces del régimen de 78 y cada uno de sus pilares, monarquía, bipartidismo y modelo de Estado. Algo impensable, poco tiempo atrás.

El 15M supo conectar con el descontento social latente y propulsarlo en forma de movilización colectiva, legitimando la protesta y las acciones directas no violentas, como las acampadas en plazas públicas, o las ocupaciones de viviendas vacías en manos de bancos, como las de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. Acciones tal vez ilegales, pero consideradas legítimas por una parte muy significativa de la opinión pública. Según varios sondeos, hasta un 80% de la ciudadanía consideraba que los indignados tenían razón y los respaldaban, a pesar de la criminalización y la estigmatización por parte del poder.

Tras dos años de Mareas ciudadanas, el espíritu del 15M dio finalmente el salto a la política institucional, pasando del “no nos representan” al “podemos” y a la reivindicación de “los comunes”, ante la dificultad de conseguir desde la calle victorias concretas. Opinadores que al inicio acusaron al movimiento de ser incapaz de presentar alternativas partidistas fueron los mismos que ante la emergencia de nuevos instrumentos políticos aseguraban que el manejo de las instituciones tenía que dejarse en manos de profesionales.

La emergencia de Podemos y el logro de sus cinco eurodiputados en el Parlamento Europeo, en mayo del 2014, marcó el inicio de un nuevo ciclo político/electoral, que aún no se ha cerrado, y que cristalizó en las elecciones municipales, en mayo del 2015, con las victorias, contra todo pronóstico, de candidaturas municipalistas alternativas en capitales como Barcelona, Madrid, Zaragoza, Santiago de Compostela, Cádiz… y el estallido del bipartidismo el pasado 20 de diciembre. La traslación político electoral del malestar social indignado solo necesitaba de dos cosas: tiempo y audacia estratégica. No estaba escrito que Podemos o las candidaturas municipales tuvieran que nacer, pero sin el 15M no habrían sido posibles.

La llamada “vieja política”, los partidos de siempre, se vieron obligados a replantear su estrategia de comunicación. Así algunos abandonaron las corbatas, se pusieron de moda las camisas blancas, el paso por platós de todo tipo se volvió imperativo y la palabra “cambio” se convirtió en omnipresente en la escena electoral. Por si ello no bastaba, se promocionó una nueva muleta partidista, Ciudadanos, con el objetivo de encarrilar el malestar social hacia cauces más inofensivos.

Tal vez hoy en este sacudido tablero político, el flanco más débil sea la imprescindible movilización social que necesita todo proceso de cambio. La apuesta por el eslabón institucional, la construcción de nuevos instrumentos políticos y la inesperada e intempestiva victoria de distintos consistorios transcurrió en un clima de pasividad social. Sin embargo, el cambio real no pasa únicamente por ganar las instituciones sino por contar con el apoyo de una sociedad movilizada. Sin su presión a los gobiernos del cambio, son los poderes fácticos quienes lo hacen, y estos ya sabemos qué intereses representan.

¿Qué queda de tanta indignación? Un régimen en crisis, que no acaba de caer pero tampoco de recomponerse. Como decía el filósofo francés Daniel Bensaïd: “La indignación es un comienzo. Una manera de levantarse y ponerse en marcha. Uno se indigna, se subleva, y después ya ve”. En esas estamos.

Artículo publicado inicialmente en Publico.es