Tras años de majestuoso crecimiento, de expansiva política inmigratoria y de robustecimiento institucional, la Europa posmoderna y poscristiana –o poseuropea–, vive una profunda crisis. El Estado de bienestar se derrumba; la deuda pública y la prima de riesgo de algunos países trepan sin parar y los índices de crecimiento son magros, también en los grandes motores, Alemania y Francia. Nadie quiere soportar la resaca de esta noche de copas.

El austero Norte ya no quiere subsidiar al Sur. Aunque mal hace al olvidar que esa unidad monetaria, que ahora le pesa, y ese consumo frenético de la periferia fueron los que le permitieron crecer y exportar como si fuera el último día. Y el Sur, que tampoco quiere pagar la cuenta, se resiste a perder sus superlativos privilegios. Y lo hace por medio de expresiones pseudo revolucionarias.

El problema dista de ser económico. Los grandes números del continente no son peores que los de Estados Unidos. Lo que falta ahora, lo que los insensibles mercados reclaman, es gobernanza, es quien lidere. Ya no están los Schuman, ni los Monet. Ni siquiera los Mitterrand, Thatcher o González. En el mejor de los casos abundan las buenas intenciones, cuando no los story tellers. A Europa le sobran instituciones, pero le faltan políticos. Los mandatarios del sur no logran contentar a sus ciudadanos, oprimidos por la austeridad y la falta de perspectiva de crecimiento, y los del norte no logran transmitir a su electorado, si es que se lo han propuesto, que la Unión les ha sido muy útil y que la caída colectiva o desordenada será aún peor para sus intereses.

Ante este déficit político, el miedo arrecia y se palpita en cada vuelco a la derecha nacionalista, recalcitrante y xenófoba. La autocracia se ceba en entornos de alto desempleo, inmigración y depresión colectiva.

En la película alemana “Die Welle”, un profesor de secundaria increpa a sus alumnos: “¿Puede acaso esta Alemania, llena de remordimientos, volver a prohijar un régimen totalitario? Y con un simple proyecto práctico demuestra que sí es posible.

Como ha descrito en alguna ocasión la periodista de The New Yorker, Lauren Collins, en Reino Unido, donde la población musulmana ha aumentado desde 2001 un 74%, la hostilidad va en aumento. Organizaciones como la English Defence League, dejan en evidencia el rotundo fracaso del otrora ejemplar multiculturalismo británico.

La situación está llegando, aparentemente, al paroxismo, y Europa sigue sin encontrar una solución razonable para sus problemas. Quo Vadis, Europa? Es lo que nos preguntamos muchos latinoamericanos, que seguimos de cerca y con profundo interés los alarmantes acontecimientos de Europa cada día.

En las últimas décadas la importancia cultural y comercial de ese magnífico farol que ha sido la Unión Europea fueron radicales para los países latinoamericanos. En ese impulso es que se iniciaron y desarrollaron las negociaciones entre la UE y Mercosur, un apetecible –aunque lejos de funcionar– mercado común con casi 300 millones de personas y grandes riquezas naturales. Así fue que en 1992 ambos bloques suscribieron un Acuerdo de Cooperación Interinstitucional, en 1999 un Acuerdo Interregional de Cooperación y en 2010 relanzaron las negociaciones del Tratado de Libre Comercio, cuando una nueva recaída de la economía global, rebrotes proteccionistas y una rígida postura francesa en defensa de los subsidios agrícolas pusieron un fuerte freno.

Por su comunidad idiomática, histórica y cultural, España tuvo un papel destacado en esta interrelación, como quedó patente en 1998, cuando superó a Estados Unidos como principal inversor en Latinoamérica, colocándose además como sexto país inversor en el mundo. Situación que, aunque con menor proporción, se mantiene hasta hoy, con la presencia de las más importantes empresas multinacionales españolas operando con enorme éxito en los mercados latinoamericanos.

Claro que el nuevo milenio trajo un contexto completamente nuevo para los países latinoamericanos. Tras sufrir un significativo número de crisis autóctonas con graves consecuencias sociales, como fueron las contagiosas crisis brasileña y argentina a principios de la década de 2000, Latinoamérica ingresó en una etapa de crecimiento económico extraordinario y sostenido que, unido a una estabilidad política inédita en su historia, propulsó sus clases medias y su consumo interno.

Con precios mundiales para sus productos en ascenso y con muy buenos fundamentos –la emergencia de clases medias internas, en particular la de sus nuevos y dinámicos mercados, como los asiáticos, con nuevos hábitos de consumo y dietas más nutritivas–, una buena parte de Latinoamérica vive hoy una verdadera revolución económica, que la ha alejado de los raquíticos crecimientos de los países centrales, y en concreto de Estados Unidos.

En esta nueva etapa, un hecho es innegable: el principal socio comercial no es ya Europa. Asia, Oriente Medio y otros emergentes, como Rusia, le han superado. China, en especial, se ha constituido como el principal comprador de los bienes que Latinoamérica exporta y comienza a postularse como el primer inversor extranjero, con efectos aún insospechados.

Esto lleva a muchos a pensar que Latinoamérica ha llegado, por primera vez, a una etapa de relativa independencia, de blindaje ante los equívocos que viven y sufren los países centrales. Un sentimiento de autosuficiencia, de salud. No obstante, el mundo es hoy más interdependiente que nunca y si los países centrales no logran resolver sus problemas de forma satisfactoria y ágil, el efecto terminará sintiéndose en nuestros nuevos socios emergentes, y con ello en nuestras pujantes economías.

La situación griega, la preservación de las economías europeas periféricas en la zona euro y el futuro de la Unión Europea resultan especialmente sensibles para ese análisis, y en este humor y conciencia se inscriben gestos como el del ministro de Hacienda brasileño, Guido Mantega, anunciando recientemente su voluntad de apoyar a los europeos en estos duros momentos. Aunque estas declaraciones no pasan en la mayoría de las veces de un brindis al sol, pues no se atisban fórmulas concretas de cooperación. Además de comprar deuda pública europea, lo que dejan claro es que el gigantesco Brasil reconoce que la situación europea si sigue empeorando y no encuentra solución, le afectará y mucho.

Para algunos latinoamericanos, la Unión Europea presenta un modelo de desarrollo y construcción de un Estado de bienestar, de justicia social, diversidad y no discriminación, de libertades de tránsito y circulación de personas y bienes. De democracia. Nuestros Estados desunidos de Latinoamérica comparten una larga y triste historia de segmentación social, de nacionalismos, de separación, de incomprensión, de lucha y de proteccionismo, que nos han impedido aprovechar situaciones de prosperidad similares a las que disfrutamos ahora, enquistándonos en el subdesarrollo, como ha señalado Mario Vargas Llosa en su artículo “Reflexiones sobre una moribunda”. La desintegración política de la Unión Europea, la incapacidad de superar sus actuales dificultades, además de traer consigo gravísimos efectos sobre la economía global, sería una patética y ostensible fuente de desencanto para aquellos que aún confiamos en ese desarrollo.

Por todo esto, muchos latinoamericanos miramos lo que sucede. La situación es tal vez la más oscura para los europeos desde la Segunda Guerra Mundial. No obstante, aunque con mucho esfuerzo, Europa puede seguir siendo luz en el mundo, si se redescubre en su esencia y sus gobernantes asumen la responsabilidad que la historia pone en sus manos. Eso es lo que hoy queremos, y esperamos, los latinoamericanos.

Carlos Loaiza

 

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