No hay voluntad política para hacerlo, para ofrecerle al que poco tiene la posibilidad de tener una vida más digna, alcanzada con el esfuerzo propio. La acción emprendida por los gobiernos de la era democrática o ha sido ineficaz o no ha trascendido de medidas populistas incapaces de resolver el asunto de fondo.

Ahora, la pobreza, llevada a altos niveles por quienes nos gobiernan desde hace más 17 años, se ha transformado en una vergonzosa arma de dominación, en la que un Estado corrupto se atribuye la responsabilidad de la alimentación, la salud y la vivienda de todos los ciudadanos. El omnipresente Estado invade hoy el entorno social, familiar y personal de los venezolanos, no para ofrecernos las herramientas de un progreso que nosotros mismos debemos motorizar, sino para imponernos una adhesión ideológica a los postulados políticos que defiende y que podría perpetuarlo en el poder.

Aun así, la vida, la maltrecha vida, sigue desarrollándose como puede en las zonas populares del país. Allí, entre la precariedad de la existencia, brotan los sueños, las pesadillas, las alegrías y las angustias, de gente acostumbrada (¿o resignada?) a vivir con poco, o sin nada. Gente acostumbrada a sobrevivir, a mantenerse con vida en medio de un entorno dominado por la delincuencia, un entorno que suena a bala y huele a muerte. Un entorno, eso sí, en el que los niños no dejan de jugar e imaginar, en el que los pensamientos de una anciana se pierden mecidos por la ropa que cuelga de una cuerda a esperar que la brisa y el sol la sequen.