Y no son los inevitables de geografías lejanas donde miserables buscan a otros más miserables para subyugarles, ni tampoco en lugares donde las ortodoxias religiosas imponen un código de vida propio de pretéritos ya superados, son rumores que llegan de países vecinos, de nuestro propio entorno europeo.

Las grandes naciones –grandes por extensión y por poder económico y militar– siguen queriendo tener a otras, mal les pese, bajo su influencia. Las razones son múltiples, pero hay dos básicas: por apetito de sus recursos o por prestigio propio. Es decir, por egoísmo o por engreimiento. Sus excusas serán de lo más variopintas, les hablaran de geopolítica, de protección de las fronteras propias, de libertades; pero, créanme, las interferencias en los asuntos de los vecinos  siempre llevan oculto un interés financiero, de conquista territorial o de bravuconería barata.

La Rusia de hoy, poderosa en combustibles y pobre en libertades, tiene un nuevo zar. Vladimir Putin es como aquellos zares decimononos o aquella zarina del Siglo de las Luces, que engrandecían su imperio a costa de los estados cercanos ya fueran eslavos, balcánicos, bálticos, mongoles o turcos. Pero nunca fue para el bien de sus compatriotas y administrados, al Pueblo jamás le llegaron las bonanzas de los cañones. Ni tan siquiera en la antigua Unión Soviética, los camaradas, salvo que pertenecieran al Politburó y sus entramados político-policiales, no se beneficiaban de la supuesta grandeza de la U.R.S.S. La explotación del hombre por el hombre se daba en las esferas capitalistas, pero la de los ciudadanos por las estructuras estalinistas era patrimonio del gran hermano del Este.

Estos pecados ancestrales siguen perdurando en la actual Rusia, que no gusta de que sus antiguas repúblicas vayan cayendo en la órbita europea y puedan ser aliadas de la OTAN. Por ello están dispuestas a ejercer su fuerza, pero no el Pueblo ruso, sino su Zarévich​ de pacotilla. Ante esto debe reaccionar la Europa Comunitaria y mantenerse firme en sanciones y advertencias a la madre Rusia, aunque nos cueste pasar algo de frío los próximos inviernos, porque es inevitable que en el río revuelto de la veleidades imperiales de Putin, el capitalismo aproveche para hacer su agosto con las carencias. Sabido es que, entre unos y otros, siempre perdemos los mismos.

Por eso hay que evitar la guerra, porque la vida de cualquiera de nosotros vale más que los sueños imperiales de los unos y los financieros de los otros. Calculen el gasto de los cien mil rusos plantados en la frontera de Ucrania, el de las armas que Estados Unidos y Europa van a enviar, el de los soldados de la OTAN que se acantonaran en  la frontera, el de los barcos en ruta al Mar Negro, el coste indecente de las bravuconadas de unos y de otros. Nada comparable con el llanto de una madre, de un esposo o de una esposa, del hijo que pierde a uno de sus padres.

Las guerras nunca tienen vencedor, solo perdedores.