Desde ese día cada cual hizo su vida. Seguramente muchas veces pensamos cada uno en el otro. Yo desde luego lo hice y en ocasiones lo necesité. Le echaba de menos. Quise saber de él. Pensaba que le pasaría lo mismo.

Las circunstancias han hecho que tardáramos tiempo en vernos. Y ayer nos encontramos. Al principio fue solo una mirada de asombro: Hola, ¿Tu eres? … Hola

¿Y tu?.. De repente, todo volvió a ser como siempre. La fuerza de la amistad rompió el hielo del tiempo. Nada había cambiado. Sin pretenderlo cada uno estaba comprendiendo al otro. La distancia de los años no existía. Solo había entre nosotros la fuerza de la amistad. Esa fuerza capaz de sobreponerse a cualquier dificultad.

Y sentí otra vez que podía confiar en él. Que siempre sería comprendida. Que no había barrera posible que se pudiera interponer en nuestra amistad. Volví a sentir en mi carne esa sensación dulce y caliente que sólo el amigo puede producir. Pensé en un instante que a lo peor no nos encontraríamos otra vez en mucho tiempo, pero supe que la amistad seguía intacta. Mejor que intacta, acrecentada.

Hablamos poco aunque no hacía falta. Los amigos se miran y se entienden. A veces se dicen más con los silencios. La solidez de una amistad autentica esta por encima de cualquier circunstancia. Aquel encuentro había resucitado en un instante dos vidas. Dos situaciones humanas que una vez se encontraron y que ya a partir de entonces hicieron posible vivirlas compartiendo. Sobre todo nació una corriente de amistad que ya nada podía romper.

Porque los amigos lo son para siempre. Cambian los lugares, las situaciones, pero lo esencial sigue intacto. Percibí que me fiaba de él y que lo hacia plenamente. Que a él le pasaba lo mismo. Y en este encuentro se suscitaron miles de encuentros con otros amigos, en diferentes lugares y momentos. Y así fue como, casi sin darme cuenta, viví el sentido de la amistad en toda su profundidad. Allí no estábamos solos. Estaban también de alguna forma, los amigos comunes, la pandilla de aquella época, los amigos que luego fuimos por separado conociendo y queriendo. Era un mundo el que surgía con una fuerza nueva y con una ilusión renacida y todo parecía distinto y posible. Era como nacer otra vez.

Por la noche con la calma que da el silencio, traté de revivir el momento. Sentí hasta que punto necesitaba al amigo para de verdad ser yo misma. Comprendí el dolor de la soledad y la alegría de compartir el tiempo, las ilusiones, los proyectos y, en definitiva, la vida. Me di cuenta de que no sería capaz de vivir sin los amigos. Que les debía mucho y que seguramente ellos a mi también, pero que ninguno llevábamos la cuenta. Que solo la vida de amistad merece la pena. Que solo la amistad hace posible la libertad. Que solo la libertad permite la amistad y pensando en esto sin querer me dormí con paz y con ilusión.

Y soñé con un mundo distinto de amigos donde todo era posible. Un sueño bellísimo…

Marisol Moreda es Presidenta de la Fundación Herederos de la Mar