Estoy convencido —y por ende expuesto a meter la pata hasta el corvejón— de que algo parecido ocurrirá con Bardo, la propuesta más personal y desmesurada de Alejandro González Iñárritu, una suerte de Ulises a la mexicana con aires de Fellini que quizá sea víctima de semejante ambición. Sea como fuere, para cuando dentro de muchos años (no los precisaré para cubrirme las espaldas hasta el día de mi muerte) nadie entre los cinéfilos comprenda el trato dado a esta cinta por sus contemporáneos, me gustaría que alguien, quizá porque leyó estas líneas, les dijese que yo no era esa gente.
Quizá este artículo no sea más que eso, una carta de descarga de responsabilidad ante el atropello al que se está sometiendo a Bardo, un viaje a través del subconsciente dentro de un limbo (bardo para los budistas tibetanos) en que se encuentra atrapado su protagonista, un Leopold Bloom chilango que sirve a González Iñárritu para retratar a México como Joyce retrató a Irlanda, mediante lo irreal, lo exagerado, lo deforme o lo metafórico, y al mismo tiempo psicoanalizarse y confrontar sus contradicciones y las de sus compatriotas con diálogos entre personajes que bien podrían ser simplemente distintas voces que cohabitan la cabeza del cineasta.
Sin embargo, el resultado, que admito que puede ser abrumador o excesivo para muchos, es una alegoría que raya en el realismo mágico para mostrar el alma de México, con su belleza, desde la más cotidiana de un puesto callejero de tacos en el casco viejo del antiguo DF, hasta la más elegante del Castillo de Chapultepec, donde quién sabe si un día un cadete se envolvió o no con la bandera tricolor y llegó a suicidarse por amor a su patria. También con sus miserias, como las insoportables cifras de desaparecidos e inseguridad que padecen los mexicanos, o el racismo y el clasismo que practica la élite del país. Como bien expresa el protagonista, un Iñárritu reconvertido en periodista y documentalista, un país que “no es pobre” sino “desigual”.
Ese problema de asimilación de su diversidad racial fruto de un sistema heredado de la conquista española lleva a otra de las escenas quizá más absurdas o, a mi punto de ver, más brillantes de todo el filme —que el director ha ido recortando seguramente con acierto y, aunque sigue siendo de metraje generoso, su duración palidece en comparación con los casi doscientos minutos de la nueva entrega de Avatar—.
Se trata de una conversación entre Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho) y Hernán Cortés en la cima de una pirámide de tenochcas muertos en pleno Zócalo capitalino, en la que uno y otro intercambian reproches para concluir que México no puede huir de lo que es, un hijo a partes iguales de Moctezuma y el conquistador extremeño, por mucho que reniegue de uno de los padres o que la relación entre ambos progenitores fuera tóxica y destructiva.
La convivencia de México con su vecino del norte, el drama de la inmigración irregular y las vidas que el desierto se cobra entre los parias, se confrontan con otra inmigración, mucho más cómoda y privilegiada, en la que no faltan las impertinencias de un país que no por recibir a sus huéspedes con una gran Estatua de la Libertad se convierte en una tierra de acogida, sino más bien al contrario (pecado por el que también los europeos debemos hacer penitencia), lo que explica el repudio de tantos latinos a sus raíces para poder ser uno más entre los sobrinos del Tío Sam. “Tienes más cara de mexicano que yo”, le llega a decir Camila (Ximena Lamadrid) a un guardia del aeropuerto de Los Ángeles cuando éste asegura que no comprende el castellano y que es “americano”. “Todos somos americanos, América es un continente, hasta el nombre nos habéis robado”, apostilla ante esto el hermano de Camila, Lorenzo (Íker Sánchez Solano) en otra de las escenas más reivindicativas del largometraje.
ACUSACIONES DE EGO Y NARCISISMO
Más allá de ese realismo mágico o de ese viaje por el subconsciente del limbo, la película, a estas alturas ya se ha explicado hasta la saciedad, es una atípica introspección en la biografía y los pensamientos del director, pero realizada con una fotografía de escándalo (en el buen sentido) y con un derroche de medios (cuando la veía me imaginaba a Richard Attenborough en Parque Jurásico diciendo eso de “no hemos escatimado en gastos”) que quizá explique tanta acusación de narcisismo y egolatría, calificativos que no fueron tan comunes, si es que llegó a proferirlos alguien, con otras producciones puestas al servicio del yo del realizador, como la Roma de Cuarón o la Dolor y gloria de Almodóvar, por citar un par de ejemplos recientes. O Fellini 81/2, por buscar un clásico con el que además se ha comparado mucho Bardo.
Quizá Iñárritu, pese a sus cuatro Oscar, no sea el genio de Rímini. De hecho no lo es y ni copiándolo ahora consigue su originalidad. Pero resulta complicado aceptar que una sea un ejercicio de ego y narcisismo, y la otra, en la que Fellini decidió representarse mediante un pibón como Marcello Mastroianni, no lo sea. El caso es que no pierde ocasión el director mexicano de reprocharse a sí mismo muchos de sus atrevimientos en la cinta mediante la voz de Luis (Francisco Rubio).
En un momento en que las grandes películas que estamos disfrutando y que la crítica alaba tienden a circunscribirse a unos temas muy concretos y terreros, salirse del nuevo Código Hays puede ser ponerse un revólver en la sien. O quizá simplemente Bardo no es tan buena como a mí me lo parece. Si todos los coches vienen de frente y sólo tú llevas la dirección contraria, es posible que el que vaya en sentido equivocado seas tú.
Es algo que no dejo de repetirme tras leer mucho de lo escrito sobre la película. No obstante, no puedo evitar acordarme de cómo la que hoy está considerada mejor novela de la literatura irlandesa e incluso de las mejores que se han escrito en inglés, fue pésimamente recibida cuando se publicó. De no ser por el empeño de Sylvia Beach, quién sabe si hoy podrían citarla pretenciosamente los que, como el que redacta estas líneas, buscan dárselas de leídos y cultos ante quien los lee.
Cuando la falsa crónica de unas cuantas verdades con aspiraciones fellinianas de este Ulises mexicano deje de ser denostado y los que sabrán de ello empiecen a ajustar cuentas con los que supieron de ello, recuerden, se lo ruego, que a mí ya me gustó Bardo en 2022. Lo digo porque yo también tengo mi ego, no sólo Iñárritu.
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