― Yo solo leo a los clásicos ―dijo, para sentenciar a continuación: ―porque todo lo demás es perder el tiempo―.
Y el caso es que tal afirmación me dio qué pensar. No porque comparta la opinión de que todo lo demás es perder el tiempo, ni mucho menos; pero sí por el innegable gozo que para mí supone leer y releer a mis autores favoritos, que no suelen ser de este siglo.
Tampoco es que pretenda reivindicar aquí la cultura clásica, ni romper una lanza a favor de los padres inmortales de la literatura universal ―no es eso―, aunque sería legítimo y siempre resulta oportuno. En realidad, se trata de algo tan sencillo como reconocer que hay libros, cuyos títulos todos conocemos, que si han trascendido a lo largo de los años, y las centurias, es porque sus autores tuvieron el enorme talento de plasmar en ellos la esencia del devenir humano, esa que es común a todas las culturas y todas las civilizaciones a través del tiempo. Los valores universales, los llaman.
Y la cuestión es que la lectura de esos libros produce mucho placer, un placer que puede resultar adictivo, pero nunca peligroso.
En cuanto a los clásicos, los de siempre, los de toda la vida, cada cual tiene sus preferencias y hay quien se inclina por los antiguos griegos, por los autores latinos, por los genios del Siglo del Oro o por los grandes novelistas románticos y realistas del siglo XIX, franceses, ingleses y rusos principalmente.
Aunque en el fondo da igual, porque en nuestra búsqueda del placer, de sentirnos atrapados por una historia, identificados con un personaje o deslumbrados por la manera en que el autor desarrolla el relato, es indiferente si viajamos al pie de las murallas de Troya, a un anfiteatro romano, al viejo Madrid de los Austrias, a las calles heladas de San Petersburgo, al París de la bohemia o hasta un sórdido callejón londinense un anochecer con niebla. De verdad que da igual.
Hay quien disfruta de la belleza de las palabras y quién goza con las pasiones y peripecias de aquellos personajes imperecederos; quien se mira en el espejo de Héctor, quien navega con Conrad o suspira con Stendhal; como hay quien se siente elevado a las alturas con el apasionamiento de Goethe o los sonetos perfectos de Quevedo; la oferta es inmensa y nunca defrauda.
Al final, aquel tipo insufrible tenía en el fondo parte de razón ―solo parte―, porque algunas veces resulta inevitable pensar que es mejor leer a los verdaderos maestros que a los alumnos, por muy aventajados que sean estos últimos.
Autor José Carlos Peña
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