Esta cantidad ha descendido por primera vez en siete años y aleja definitivamente el objetivo político de destinar el 0,7% de nuestro PIB a la AOD en el 2012. Pero también es una cantidad que sigue siendo un esfuerzo financiero notable, sobre el que se debe garantizar la eficacia. Por ello, sin dejar de mantener la preocupación por la cantidad de la ayuda, éste resulta el momento más oportuno para crecer en calidad y mejorar el impacto. Desde que la política española de cooperación ganó entidad propia, el desequilibrio entre cantidad
de recursos (transferencia realizada a otros países) y la calidad (capacidad para gestionarlos e impacto conseguido) ha sido demasiado alto. La AOD española no cuenta con un sistema adecuado de seguimiento y evaluación que permita analizar los errores y corregirlos para mejorar los resultados de las intervenciones. Sorprende la ausencia de mecanismos que mejoren los niveles de control ante el incremento de fondos y decisiones que, sin institucionalizar, vagamente permiten consolidar las reformas emprendidas.
En este contexto, la crisis financiera es la mejor excusa para pasar de la retórica a la acción. La oportunidad de legitimar una política pública que también pretende una implicación social más activa y sensible en los temas de reducción de la pobreza por parte de la ciudadanía. Así que, en ambos sentidos, cantidad y calidad, la sociedad civil española debería tener respuestas a preguntas tan lógicas como si la ayuda es eficaz y si logra los objetivos de desarrollo que persigue. ¿Tiene la cooperación española un sistema de gestión de la ayuda y de rendición de cuentas que permita contestarlas?
La respuesta es que dicho sistema sí existe, pero con deficiencias muy importantes. Demasiado a menudo, se tiende a confundir el resultado de una política con los recursos empleados en ella, lo que lleva a asumir erróneamente que lo uno es sinónimo de lo otro. “Tanto gasto, tanto hago” parece ser el lema de la Administración, olvidando que el gasto es un medio, no un fin. Pero una cosa es construir hospitales y otra muy distinta garantizar la atención sanitaria. La política de cooperación al desarrollo no es una excepción, ya que el gasto realizado tiende a dominar el discurso, dejando en un segundo plano la cuestión de cuáles han sido los resultados que se han logrado.
La actual rendición de cuentas de la cooperación española, a pesar de contar con un marco institucional suficiente para controlar las posibles desviaciones y el fraude fiscal, tiene carencias importantes para medir y valorar una acción de desarrollo desde la identificación hasta el impacto que produce, una vez ejecutada. Por un lado, hay un escaso recorrido de los elementos fundamentales (transparencia, participación, justificación, etc.) que reducen los riesgos en una intervención. Es decir, incentivos que promuevan la mejor alternativa posible. Y por otro lado, de mecanismos que permitan medir y/o, en su defecto, reclamar responsabilidades políticas frente a una intervención inadecuada. En definitiva, sanciones que permitan castigar aquellos comportamientos que no se adecuan a los compromisos adquiridos.
Tanto para la planificación de una intervención como para su evaluación, la transparencia resulta imprescindible en la rendición de cuentas. Una condición fundamental como el acceso a la información resulta, sin embargo, uno de los obstáculos más llamativos de nuestro sistema. Si bien el conocimiento sobre una institución fortalece la confianza, éste también incrementa el nivel de exigencia, generando tensiones que no favorecen el ejercicio de un derecho aparentemente consolidado en nuestra sociedad democrática.
Sin duda, la reciente retirada del anteproyecto de la ley española sobre el acceso a la información pública el pasado mes de enero no solo rompe con la promesa electoral del Gobierno, también lo hace con el compromiso de transparencia indispensable para nuestra madurez democrática. Y si una democracia no puede garantizar en su proceso de toma de decisiones los principios de imparcialidad y racionalidad, no es un modelo político creíble. Según Habermas, no se debería considerar legítima una decisión si ésta no se concibe como extensión de la acción comunicativa en el plano de las instituciones y como consecuencia de una deliberación pública por parte de la ciudadanía.
Fuentes gubernamentales se han justificado alegando dificultad para determinar lo que es la denominada “información sensible” entre los distintos ministerios. Pero estos secretos se dan solo en circunstancias muy extraordinarias; en los demás casos, la autoridad sólo quiere el secreto para actuar sin oposición, para actuar sin control, que es, a su vez, lo mismo que actuar arbitrariamente con total impunidad. Esto supondría no sólo el fin de la opinión pública, sino, sobre todo, el fin del Estado de Derecho.
La Unión Europea ha incrementado su transparencia a través del reconocimiento del derecho de acceso a los documentos de las instituciones y órganos comunitarios. Sin embargo, España, junto con Grecia, Chipre, Malta y Luxemburgo, no podrá ratificar el Convenio del Consejo de Europa sobre Acceso a Documentos Públicos, ya que su legislación no cumple con el mínimo de garantías necesarias.
En España, todo nuestro ordenamiento jurídico plantea el acceso a la información como una decisión discrecional de la Administración. Una atribución que no solo se presta al habitual silencio administrativo y a la arbitrariedad, sino que además provoca desigualdad cuando contempla las excepciones para algunos colectivos, creando una situación privilegiada respecto de los demás ciudadanos. En este sentido, en todo el sistema español de cooperación al desarrollo tampoco se ha descrito incentivo alguno que promueva una mayor transparencia para el acceso a la información de un modo detallado, comprensible y a tiempo.
Por otro lado, una vez producida la intervención, para que los mecanismos de rendición de cuentas sean efectivos es necesario que las instituciones responsables de la ayuda sean capaces de aceptar críticas, cambiar el rumbo de una acción si se descubre que está mal encaminada, superen la resistencia al cambio y establezcan medidas que, además de fiscalizar las cuentas o verificar las actividades realizadas, analicen las relaciones causales entre las acciones y los resultados en los procesos de desarrollo. No podemos citar un ejemplo al respecto. En el caso del control político sobre la calidad de la cooperación y los resultados, el proceso es mucho más complejo e indeterminado. No solo es más difícil determinar el cumplimiento de los objetivos por los problemas de atribución (quien ha hecho qué), sino que es también muy complicado determinar las responsabilidades en caso de no haberse conseguido los resultados. Primero, porque los objetivos que se plantean en términos programáticos normalmente no generan obligaciones jurídicamente exigibles. Pero, en segundo lugar, también es muy difícil determinar la atribución de los errores que han impedido la consecución de los objetivos debido a la gran cantidad de actores y factores involucrados en el proceso. Un reparto concreto de las responsabilidades de los diversos actores ayudaría a identificar dónde se han producido los obstáculos más determinantes. Sin embargo, los numerosos actores del sistema español actúan de manera independiente. Además de una gran cantidad de ministerios que realizan actividades de cooperación, cada comunidad autónoma dispone de sus propias agencias de cooperación, a las que se unen los organismos locales, fondos de cooperación, etc. Cada uno de estos órganos actúa en el ámbito de sus competencias y con sus propios mecanismos de control jurídico (intervención), económico (tribunal de cuentas) y político (comisiones parlamentarias), además de la heterogénea manera de entender la rendición de cuentas a su propia ciudadanía. Formalmente, no existe una subordinación, y el principio de coherencia, que debería servir de principio coordinador, no ha sido efectivo para garantizar un sistema integral de rendición de cuentas, que todavía es más ajeno para el sector privado. Se trataría, por tanto, de establecer un concepto más amplio de rendición de cuentas que nos permita no solo abarcar cuánto, cómo y a qué se ha destinado el presupuesto, sino que además nos permita constatar que ha servido para producir desarrollo, en definitiva, el objetivo último de una política de ayuda al desarrollo.
Y es precisamente por todo ello por lo que resulta impostergable una mayor implicación y apoyo ciudadano a las políticas de desarrollo. La rendición de cuentas sobre los resultados de desarrollo debe incorporar a la sociedad civil y a la opinión pública no solo para legitimar la política de cooperación como una política de Estado, sino para conseguir que la sociedad española asuma verdaderamente un compromiso de lucha contra la pobreza. Actualmente, a pesar de que la pobreza está en el centro del discurso sobre el desarrollo, no se concreta en una prioridad de la política internacional. No existe una verdadera voluntad política para cambiar el destino de millones de personas. Una ciudadanía critica y activa, con información e instrumentos adecuados para hacer que sus gobiernos rindan cuentas del desarrollo que promueven, es una verdadera herramienta para luchar contra la pobreza. En general, la población suele tener una predisposición favorable a la cooperación, pero tiene también un sentimiento ambiguo sobre su eficacia, que se justifica en la falta de resultados, lo cual hace que se desentienda al considerar los problemas de la pobreza y hambre en el mundo fuera de su alcance y en cierta medida irresolubles. Es necesaria una mejor comprensión de las interdependencias entre las diferentes políticas para despertar la conciencia de la parte de responsabilidad que corresponde a ciudadanos e instituciones. Así, el ejercicio de la acción de rendición de cuentas es parte del ejercicio de una ciudadanía responsable. Una ciudadanía que tiene el derecho y el deber de tener una política de ayuda al desarrollo eficaz y sostenible.
Por Kattya Cascante, Fundación Alternativas
Dossieres EsF, nº 1, publicado el 1 abril de 2011 Ecosfron.org
Esta cantidad ha descendido por primera vez en siete años y aleja definitivamente el objetivo político de destinar el 0,7% de nuestro PIB a la AOD en el 2012. Pero también es una cantidad que sigue siendo un esfuerzo financiero notable, sobre el que se debe garantizar la eficacia. Por ello, sin dejar de mantener la preocupación por la cantidad de la ayuda, éste resulta el momento más oportuno para crecer en calidad y mejorar el impacto. Desde que la política española de cooperación ganó entidad propia, el desequilibrio entre cantidad
de recursos (transferencia realizada a otros países) y la calidad (capacidad para gestionarlos e impacto conseguido) ha sido demasiado alto. La AOD española no cuenta con un sistema adecuado de seguimiento y evaluación que permita analizar los errores y corregirlos para mejorar los resultados de las intervenciones. Sorprende la ausencia de mecanismos que mejoren los niveles de control ante el incremento de fondos y decisiones que, sin institucionalizar, vagamente permiten consolidar las reformas emprendidas.
En este contexto, la crisis financiera es la mejor excusa para pasar de la retórica a la acción. La oportunidad de legitimar una política pública que también pretende una implicación social más activa y sensible en los temas de reducción de la pobreza por parte de la ciudadanía. Así que, en ambos sentidos, cantidad y calidad, la sociedad civil española debería tener respuestas a preguntas tan lógicas como si la ayuda es eficaz y si logra los objetivos de desarrollo que persigue. ¿Tiene la cooperación española un sistema de gestión de la ayuda y de rendición de cuentas que permita contestarlas?
La respuesta es que dicho sistema sí existe, pero con deficiencias muy importantes. Demasiado a menudo, se tiende a confundir el resultado de una política con los recursos empleados en ella, lo que lleva a asumir erróneamente que lo uno es sinónimo de lo otro. “Tanto gasto, tanto hago” parece ser el lema de la Administración, olvidando que el gasto es un medio, no un fin. Pero una cosa es construir hospitales y otra muy distinta garantizar la atención sanitaria. La política de cooperación al desarrollo no es una excepción, ya que el gasto realizado tiende a dominar el discurso, dejando en un segundo plano la cuestión de cuáles han sido los resultados que se han logrado.
La actual rendición de cuentas de la cooperación española, a pesar de contar con un marco institucional suficiente para controlar las posibles desviaciones y el fraude fiscal, tiene carencias importantes para medir y valorar una acción de desarrollo desde la identificación hasta el impacto que produce, una vez ejecutada. Por un lado, hay un escaso recorrido de los elementos fundamentales (transparencia, participación, justificación, etc.) que reducen los riesgos en una intervención. Es decir, incentivos que promuevan la mejor alternativa posible. Y por otro lado, de mecanismos que permitan medir y/o, en su defecto, reclamar responsabilidades políticas frente a una intervención inadecuada. En definitiva, sanciones que permitan castigar aquellos comportamientos que no se adecuan a los compromisos adquiridos.
Tanto para la planificación de una intervención como para su evaluación, la transparencia resulta imprescindible en la rendición de cuentas. Una condición fundamental como el acceso a la información resulta, sin embargo, uno de los obstáculos más llamativos de nuestro sistema. Si bien el conocimiento sobre una institución fortalece la confianza, éste también incrementa el nivel de exigencia, generando tensiones que no favorecen el ejercicio de un derecho aparentemente consolidado en nuestra sociedad democrática.
Sin duda, la reciente retirada del anteproyecto de la ley española sobre el acceso a la información pública el pasado mes de enero no solo rompe con la promesa electoral del Gobierno, también lo hace con el compromiso de transparencia indispensable para nuestra madurez democrática. Y si una democracia no puede garantizar en su proceso de toma de decisiones los principios de imparcialidad y racionalidad, no es un modelo político creíble. Según Habermas, no se debería considerar legítima una decisión si ésta no se concibe como extensión de la acción comunicativa en el plano de las instituciones y como consecuencia de una deliberación pública por parte de la ciudadanía.
Fuentes gubernamentales se han justificado alegando dificultad para determinar lo que es la denominada “información sensible” entre los distintos ministerios. Pero estos secretos se dan solo en circunstancias muy extraordinarias; en los demás casos, la autoridad sólo quiere el secreto para actuar sin oposición, para actuar sin control, que es, a su vez, lo mismo que actuar arbitrariamente con total impunidad. Esto supondría no sólo el fin de la opinión pública, sino, sobre todo, el fin del Estado de Derecho.
La Unión Europea ha incrementado su transparencia a través del reconocimiento del derecho de acceso a los documentos de las instituciones y órganos comunitarios. Sin embargo, España, junto con Grecia, Chipre, Malta y Luxemburgo, no podrá ratificar el Convenio del Consejo de Europa sobre Acceso a Documentos Públicos, ya que su legislación no cumple con el mínimo de garantías necesarias.
En España, todo nuestro ordenamiento jurídico plantea el acceso a la información como una decisión discrecional de la Administración. Una atribución que no solo se presta al habitual silencio administrativo y a la arbitrariedad, sino que además provoca desigualdad cuando contempla las excepciones para algunos colectivos, creando una situación privilegiada respecto de los demás ciudadanos. En este sentido, en todo el sistema español de cooperación al desarrollo tampoco se ha descrito incentivo alguno que promueva una mayor transparencia para el acceso a la información de un modo detallado, comprensible y a tiempo.
Por otro lado, una vez producida la intervención, para que los mecanismos de rendición de cuentas sean efectivos es necesario que las instituciones responsables de la ayuda sean capaces de aceptar críticas, cambiar el rumbo de una acción si se descubre que está mal encaminada, superen la resistencia al cambio y establezcan medidas que, además de fiscalizar las cuentas o verificar las actividades realizadas, analicen las relaciones causales entre las acciones y los resultados en los procesos de desarrollo. No podemos citar un ejemplo al respecto. En el caso del control político sobre la calidad de la cooperación y los resultados, el proceso es mucho más complejo e indeterminado. No solo es más difícil determinar el cumplimiento de los objetivos por los problemas de atribución (quien ha hecho qué), sino que es también muy complicado determinar las responsabilidades en caso de no haberse conseguido los resultados. Primero, porque los objetivos que se plantean en términos programáticos normalmente no generan obligaciones jurídicamente exigibles. Pero, en segundo lugar, también es muy difícil determinar la atribución de los errores que han impedido la consecución de los objetivos debido a la gran cantidad de actores y factores involucrados en el proceso. Un reparto concreto de las responsabilidades de los diversos actores ayudaría a identificar dónde se han producido los obstáculos más determinantes. Sin embargo, los numerosos actores del sistema español actúan de manera independiente. Además de una gran cantidad de ministerios que realizan actividades de cooperación, cada comunidad autónoma dispone de sus propias agencias de cooperación, a las que se unen los organismos locales, fondos de cooperación, etc. Cada uno de estos órganos actúa en el ámbito de sus competencias y con sus propios mecanismos de control jurídico (intervención), económico (tribunal de cuentas) y político (comisiones parlamentarias), además de la heterogénea manera de entender la rendición de cuentas a su propia ciudadanía. Formalmente, no existe una subordinación, y el principio de coherencia, que debería servir de principio coordinador, no ha sido efectivo para garantizar un sistema integral de rendición de cuentas, que todavía es más ajeno para el sector privado. Se trataría, por tanto, de establecer un concepto más amplio de rendición de cuentas que nos permita no solo abarcar cuánto, cómo y a qué se ha destinado el presupuesto, sino que además nos permita constatar que ha servido para producir desarrollo, en definitiva, el objetivo último de una política de ayuda al desarrollo.
Y es precisamente por todo ello por lo que resulta impostergable una mayor implicación y apoyo ciudadano a las políticas de desarrollo. La rendición de cuentas sobre los resultados de desarrollo debe incorporar a la sociedad civil y a la opinión pública no solo para legitimar la política de cooperación como una política de Estado, sino para conseguir que la sociedad española asuma verdaderamente un compromiso de lucha contra la pobreza. Actualmente, a pesar de que la pobreza está en el centro del discurso sobre el desarrollo, no se concreta en una prioridad de la política internacional. No existe una verdadera voluntad política para cambiar el destino de millones de personas. Una ciudadanía critica y activa, con información e instrumentos adecuados para hacer que sus gobiernos rindan cuentas del desarrollo que promueven, es una verdadera herramienta para luchar contra la pobreza. En general, la población suele tener una predisposición favorable a la cooperación, pero tiene también un sentimiento ambiguo sobre su eficacia, que se justifica en la falta de resultados, lo cual hace que se desentienda al considerar los problemas de la pobreza y hambre en el mundo fuera de su alcance y en cierta medida irresolubles. Es necesaria una mejor comprensión de las interdependencias entre las diferentes políticas para despertar la conciencia de la parte de responsabilidad que corresponde a ciudadanos e instituciones. Así, el ejercicio de la acción de rendición de cuentas es parte del ejercicio de una ciudadanía responsable. Una ciudadanía que tiene el derecho y el deber de tener una política de ayuda al desarrollo eficaz y sostenible.
Kattya Cascante, Fundación Alternativas – Ecosfron.org
Quisiera conocer la historia de este país y del mundo como Kattya Cascante, creo firmemente que es necesaria la ciudadanía crítica… ¿pero cómo se llega a eso?
Este es un mundo con 800 millones de personas con hambre y 1.000 millones con sobrepeso. Sueño con un mundo nuevo que empieza en la puerta de las casas de cada ciudadano… Realmente falta voluntad política.