Puede que el mundo no invite a ser optimista, puede que resulte difícil trasladar con sinceridad los mejores deseos para el año próximo, pero sólo hay que ver la demencial alegría que irradia estos días el pueblo argentino, a cuenta de lo más importante entre lo menos importante, para desafiar lo que el destino nos quiera echar y afrontar con ánimo el 2023.

El día que descubrí la diferencia entre bonaerense y porteño, comencé a ser un poco argentino. Hasta ese día, y reconozco que es reciente, pensaba que porteño no era más que una forma coloquial de referirse al bonaerense, como chilango lo es para el ciudadano de la urbe mexicana o pucelano para el de Valladolid.

Algo tan simple como saber que uno era el de la capital federal y el otro el de la provincia de Buenos Aires, de la que está segregada la ciudad homónima, me hizo de pronto sentir más cerca el Río de la Plata, al que a pesar de mis ganas, aún no he conseguido viajar, salvo de la mano de la música de Calamaro o las películas de Darín, los Alterio, Grandinetti, Federico Luppi o Luisana Lopilato.

Por aquel entonces había ya leído Flores en la basura (Ariel, 2022), magnífico retrato de la generación millennial con perspectiva leonesa y porteña escrito por Violeta Serrano —quien por cierto nació el mismo día del mismo mes del mismo año que yo— y me habían fascinado esos detalles de la cotidianidad argentina, con sus mates, su inflación crónica y obelística o sus pantagruélicos asados en los que espero poder participar aunque solo sea una vez en la vida.

Poco después llegó la Semana Internacional de Cine de Valladolid, donde de nuevo el cine argentino evidenció la cultura que respira el país sudamericano y que sabe aplicar, en un derroche incomprensible de creatividad y enfermiza irracionalidad, al fútbol, lo cual es de agradecer en este lado del charco, en el que todavía, afortunadamente cada vez menos, hay que soportar la jactancia antifutbolística de un amplio sector de la intelectualidad que desprecia la entrega a un equipo o el sufrimiento por la derrota, cuando nada define mejor el arte que la generación de emociones por medio de lo que alguien absolutamente racional tacharía de prescindible.

LA TARA Y CLEMENTINA

Más allá de los grandes títulos con sus grandes estrellas —que en 2023 podrían sumar el Oscar por el soberbio ejercicio de memoria que es Argentina 1985—, en la 67 Seminci tuvimos desde un recorrido documental por el pasado tras la única película surrealista del país con La Tara, hasta el más simpático y refrescante cine experimental de Clementina para reírnos a costa del dolor que supuso la pandemia y el confinamiento, pasando también por la poética visual del último viaje en Ida. De nuevo, creatividad al poder con sello albiceleste.

Acabado el festival, comencé a leer la última novela galardonada con el Premio Ateneo de Valladolid, escrita por una porteña varada en este lado del Atlántico. En Las heroínas también tienen miedo (Menoscuarto, 2022), Valeria Alonso se sirve de su maternidad y lo que experimentó durante la gestación para analizar el mundo, haciendo algo universal de lo más particular que trasciende la injusta etiqueta de novela maternal.

Y en medio de todo esto, llegó el Mundial de fútbol, los argentinos se volvieron a ilusionar y ganaron la tercera, quizá en el momento en que el país, acosado por la incertidumbre económica y la tensión política, más lo necesitaba, como los españoles en 2010. Por cierto, más allá de la necesaria evasión que nos aporta, no estaría de más un poco de compromiso por parte del fútbol hacia un miembro de su gremio como el iraní Amir Nasr Azadani.

En cualquier caso, ya sea que nos gusta el fútbol o que prefiramos pasear con nuestras perras cuando se juegan los partidos como el padre de Leila Guerriero, siempre podremos aprender —en dosis controladas— de ese entusiasmo argentino y darle una vuelta a los versos de Serrat.

Éste puede ser un gran año, duro con él.