Como decimos, el problema de la soya y el maíz ha dejado de ser las semillas transgénicas como tales, si bien aún no tenemos claros sus beneficios y perjuicios porque la agroindustria transnacional logra desplazar el debate científico como siempre, es muy necesario ampliar la mirada hacia los otros elementos de la cadena para visibilizar lo complejo de la problemática y cómo se ha convertido en una de las pesadillas catastróficas donde la humanidad parece sentirse cómoda, contenta y escéptica.
A manera de repaso del modelo agroindustrial diremos que las mencionadas semillas vienen empaquetadas con herbicidas como el glifosato y que se compran solamente de las transnacionales en volúmenes grandes condicionados para ser sembrados en amplios territorios bajo la modalidad de monocultivo, para lo cual utilizan fuego que habilita el suelo o amplía la frontera agrícola con las respectivas emisiones de gases de efecto invernadero y arrasa con bosques biodiversos de la macrocuenca amazónica en el caso de Bolivia que a la fecha registra más de 4 millones de hectáreas de monocultivo de soya empaquetada.
Abordando los otros aspectos de la problemática tenemos que uno de los usos de la soya es como componente del alimento balanceado para ganadería principalmente pollo, cerdo, vaca y trucha. Si tomamos en cuenta que la soya es una hormona natural y vemos que en las granjas a título de “incrementar la productividad y competitividad en el mercado”, aceleran el proceso natural de crecimiento enfatizando el engorde de los animales para disponerlos al comercio de las carnes en el menor tiempo posible: ¿no será un producto que rompe con el equilibrio natural de la cadena alimentaria a la que pertenece la especie humana? Si sometemos a un humano a este nivel acelerado de engorde, provocamos obesidad que conlleva las consabidas cardiopatías, colesterol alto, diabetes, hipertensión, artrosis y otros que requieren sus respectivos medicamentos ¿verdad? Entonces ¿qué tipo de carnes estamos comprando para comer?
Otro aspecto: el 80% de las emisiones de dióxido de carbono en Bolivia son producto de las quemas en agricultura y es uno de los principales gases de efecto invernadero que ocasiona el calentamiento global, el derretimiento de los glaciares, la desaparición del agua y la crisis climática en general.
La primera pregunta que le surge a una persona mínimamente sensible es ¿qué podemos hacer? Bueno, la primera acción concreta sobre la cual tenemos control es analizar las comidas que ponemos en nuestra mesa cada día y determinar la ruta que ha seguido cada una de ellas, si se las ha comprado envasadas deberán tener alguna etiqueta con información de procedencia, si se las ha comprado frescas sin envase, pues la vendedora podrá dar la información respectiva. Este primer ejercicio nos ayuda a saber si lo que estamos comiendo procede de la agroindustria o de una familia agricultora recolectora, sin pretender las cualidades agroecológica u orgánica porque estamos lejos de conseguir estos alimentos de manera masiva y continua durante todo el año ya que el complejo biológico está en plena contaminación sistemática. Desde luego no vamos a negar que existen objetivos, metas y voluntades agroecológicas y es importante distinguirlas en nuestro consumo para valorarlas, pero es cada vez más costoso descontaminar la producción mientras la sociedad consumidora prefiera ser parte de la cadena transnacional agroindustrial.
En tiempos de crisis antropogénica planetaria los caminos de retorno hacia la naturaleza están planteados ante nuestros ojos, así como el método más confiable para decidir sobre lo que comemos con responsabilidad y no con falsos condicionamientos de economía y accesibilidad.
Si con Bs 25 (3 dólares) compramos un kilo de pollo agroindustrial bajo el argumento de que es comida accesible para salvar el hambre en el país, con ese mismo monto de dinero es posible comprar un kilo de verduras (conformado de por lo menos 5 variedades), medio kilo de harina de maíz, medio kilo de carachi (pescado de lago) y una libra de lenteja, todo procedente de familia campesina. ¿Cuál de los dos casos es más pobre en valor nutricional?
Actualmente la primera faceta pobre de la humanidad es la negligencia por reconocer que las políticas de salvación del hambre por falta de dinero o la malnutrición por equivocadas decisiones de consumo, está en el conocimiento productivo alimentario de quienes producen diversidad y no monocultivos. Una sola familia agricultora en menos de una hectárea es capaz de producir en un año policultivos rotatorios de 14 alimentos primarios y 5 transformados.
Para desglosar esto ponemos dos ejemplos, el primero de tierras frías lacustres del altiplano boliviano que ofrece en primarios papa, oca, maíz, cebada, cañahua, haba, cebolla, leche, isaño, papaliza, huevos, conejo y cordero; en transformados ofrece chuño, tunta, queso, charque y harinas de granos. Segundo ejemplo en tierras bajas subtropicales tenemos cacao, naranja, coco, plátano, papaya, poroto, sandía, verduras, maíz, arroz, motacú, achiote y en transformados ofrecen chocolate, aceites, harinas de frutas, frutas secas y chancaca.
Desde luego la lista es mucho más larga pero estamos dando el ejemplo de la capacidad productiva de una familia/año sin subsidios frente a un monocultivo de empresarios agroindustriales que solo producen soya en más de 4 millones de hectáreas con sus derivados más conocidos en aceite, balanceado, carne o leche de soya que, además goza de subsidios gubernamentales.
Si hacemos el ejercicio con cada producto que llevamos a la boca, podemos establecer un diálogo con la naturaleza desde nuestro plato, tan cercano o lejano como sea el camino que ha transitado cada alimento para llegar a nosotros. Es claro que mientras menos procesado, menos forzado y más variado, podremos tener un contacto más directo que nos permita considerarnos seres naturales con menos pobreza nutricional en tanto más salud y más cultura alimentaria que promoverá ese consumo equilibrado que preserva, cuidando la biodiversidad productiva en la misma proporción que a su propio cuerpo.
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