GÉNESIS 2:9 Y Jehová Dios hizo nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista, y bueno para comer; también el árbol de vida en medio del huerto, y el árbol de la ciencia del bien y del mal.

Para los cabalistas el mítico árbol es un modelo del Ser Supremo, un patrón de perfección y la Cábala o Kabbalah, como prefieran, la tradición de las enseñanzas que se trasmiten entre los estudiosos de la filosofía trascendental y que mantiene que todo ser humano es un universo en miniatura y que merced a los conocimientos adquiridos a través de la Cábala podrá alcanzar su desarrollo síquico espiritual: el Patrón Perfecto. Este árbol de la vida es el símbolo sistemático que conforma la base de la Cábala que abrirá al hombre el acceso a las capacidades escondidas de su psique.

Medito sobre esto mientras un perro husmea – dividan el verbo en dos tiempos – bajo una vieja encina. El imponente árbol parece sonreír ante la osadía del can, que nos sabe que está bajo un ejemplo de icono sagrado para los viejos druidas celtas.

Me pregunto sobre lo mucho que ignoramos respecto al entorno que hemos heredado de nuestros ancestros. Como contarle al mejor amigo del hombre, el milagro y la armonía de la naturaleza y el peligro constante a que la está sometiendo su supuesto benefactor.

Los bosques arden y se degradan por la inconsciencia, el interés y la incompetencia de las gentes. Los animales son cruelmente torturados y “comercialmente” despellejados, mientras buscamos el árbol cabalístico que nos hará mejores. ¿Cómo contarle a ese chucho de aspecto simpático, que el bruto su amo lo matará de una paliza cuando ya sea viejo?

Escogimos morder la manzana del otro árbol, que nos proporcionó el poder de discernir entre el bien y el mal. Eso nos hizo humanos y por ende, imperfectos

Buscamos y rebuscamos, como Montgomery Clift en la película homónima de este artículo, el árbol de frutos dorados que nos dará las respuestas y el significado de nuestra existencia y mientras tanto polucionamos al bosque que nos acoge, ahorcamos al galgo que acompañó nuestras cacerías, despreciamos al que ha nacido más pobre o con diferente color de piel y abandonamos – física o mentalmente – a la mujer que nos ama; aunque sea por la mismísima Elizabeth Taylor.

Es evidente que escogimos mal en el Paraíso y por ello fuimos expulsados al Este del Huerto del Edén y desde entonces espadas incandescentes guardan el camino al Árbol de la Vida y envejecemos y morimos. Escogimos morder la manzana del otro árbol, que nos proporcionó el poder de discernir entre el bien y el mal. Eso nos hizo humanos y por ende, imperfectos; pero se nos regaló la capacidad de elegir y de corregir. Es el árbol de Ciencia el que nos abre los ojos, según Don Pío Baroja.

No seremos dioses porque tal vez porque, como Ulises, no queramos serlo; sin embargo nuestra calidad de humanos nos confiere la capacidad de mejorarnos, ya sea a través del árbol mítico, por la tolerancia o por la comprensión. Y los Senderos de nuestro nuevo Patrón de Vida deben pasar por asumir la responsabilidad que tenemos con el entorno vegetal y animal; pero, sobre todo, con el resto de la humanidad, especialmente con los seres que sufren y aquellos a quienes amamos y que hace tiempo no se lo decimos o no se lo demostramos. Ese sería nuestro primer paso trascendente para la evolución personal, la primera rama de nuestro árbol cósmico.

Probablemente mi teoría tenga lagunas, tal vez sea algo gris como las que apunta Goethe en su Fausto; gris, como el pelaje del perro amigo que se acerca para despedirse. Pero mi propuesta es tan sincera que se tiñe de tonos verdes y dorados. Como el color de la hierba y el de las hojas en otoño, como el plumaje de algunas aves que nos regalan con sus trinos. . . como los ojos de la mujer que amamos.