Es un árbol originario de Sudamérica, donde se le encuentra en el Noreste y Centro-Este de Argentina, al Este de Bolivia, Sur de Brasil, gran parte de Paraguay y casi todo Uruguay. Su altura varía entre 5 y 10 m, llegando raramente hasta los 20 metros. Su tallo es leñoso, irregular, de ramas con espinas que forman una capa sin forma definida y mueren tras la floración, las hojas son alternas, compuestas por tres folíolos (“hojas” unidas en un único pecíolo) de 5-8 cm de largo por 3-4 cm de ancho, sus flores rojas carmesí son carnosas, de 4-7 cm de largo, dispuestas en racimos en los que se intercalan hojas y flores. El fruto es legumbre oscura, arqueada, de 15 a 20 cm de largo. Florece en primavera-verano y fructifica en verano-otoño. En su área de distribución natural forma agrupaciones más o menos extensas llamadas ceibales.

Se encuentra en lugares bajos inundables y a lo largo de los cursos de agua. Las semillas son transportadas por el agua germinando en sitios tales como bancos de arena, en los que ayudan a estabilizar la tierra y a formar islas nuevas.

Existe también una variedad de ceibo blanco, encontrada originalmente creciendo silvestre en el Este de Uruguay. Se destaca por sus flores notablemente blanco-níveas, las que contrastan con las tradicionalmente rojas del genotipo de la especie, el “ceibo común” o “ceibo del Plata”. El ceibo blanco fue dado a conocer en el año 1961 por el botánico y horticultor uruguayo Atilio Lombardo, existiendo características en el ceibo blanco que hacen que se destaque entre la flora nativa de este país, siendo  este cultivar encontrado en estado silvestre sólo en territorio uruguayo.

Se usa para producción de pastas celulósicas, siendo  muy apreciada como planta ornamental por su llamativa floración. Además de su uso en paisajismo y jardinería, su madera, que es blanda y liviana, se ha usado para fabricar balsas, ruedas, aparatos ortopédicos y es el material con el que se fabrica el casco de los más apreciados bombos legüeros, mientras de las flores solía obtenerse un colorante rojo usado para teñir tejidos.

Propiedades medicinales del ceibo

En medicina popular diferentes partes de la planta se utilizan como antiinflamatorias, analgésicas, cicatrizantes y narcóticas. La decocción de las hojas, por ejemplo, se bebe como sedante, ya que contiene el alcaloide eritrina, con propiedades narcóticas y sedativas; lo ideal es preparar baños de vapor y emplearlos directamente sobre la zona afectada. Lo mejor de este vegetal suele estar en la corteza, que se utiliza como analgésico para los dolores articulares, funcionando muy bien para afecciones como el reuma o la artritis. Para llagas y heridas se puede preparar una decocción con la corteza y aplicarla externamente para su curación, sirviendo incluso  como baño de asiento para combatir las hemorroides. El cocimiento de las hojas del ceibo sirve para lavajes y/o fomentos, detiene la hemorragia de heridas y cortaduras. De uso en lastimaduras internas en la boca o dolores de garganta,  pudiéndose hacer gárgaras o buches con la preparación realizada con la corteza, siempre recordando que debe hacerse en muy pequeñas dosis. Se utiliza también para las convulsiones, calambres, la excitación nerviosa, los cólicos, las neuralgias y otras enfermedades dolorosas.

La leyenda de Anahí

Es conocida la fiereza de la tribu guayaquí, de la familia de los guaraníes. Sus hombres y sus mujeres eran belicosos y celosos defensores de sus tierras, de su hogar. Las luchas entre indios y españoles dieron lugar a una de las más bellas leyendas de las tierras que bañan los ríos Paraná y Uruguay. Había en la tribu guayaquí una niña, Anahí, que amaba a su tierra natal y recorría los bosques conversando con las aves, con las flores, con los animales que los poblaban. Era conocida por la dulzura de su voz, siempre entonando los cánticos propios de su raza… hasta el río rumoroso parecía callar para escucharla. Un día, por ese río llegaron los conquistadores, con sus armas y sus caballos. La tribu de Anahí decidió defender la tierra nativa, combatiendo durante días y semanas enteras… pero sus pobladores iban siendo echados de sus bosques, de sus ríos, de sus tierras. Anahí, pese a su juventud, luchaba como los más valientes. Su voz ya no cantaba más, gritaba la venganza y la guerra animando a hombres y mujeres de la tribu. Un día cayó prisionera. Llevada al campamento español, logró en la noche zafar sus ligaduras y golpeando a un centinela ganó nuevamente el bosque, con tan poca suerte que volvió a caer en manos de sus captores. El soldado herido por Anahí murió. Sospechosa de ser bruja, porque nadie podía admitir que con aquel pequeño cuerpo y con su juventud pudiera haber dado muerte de un golpe al soldado, fue condenada a morir en la hoguera.

Atada al palo de la ejecución y prendido el fuego de los leños, las llamas comenzaron a abrasarla… Anahí, en medio de las llamas, en vez de gemir comenzó a cantar una canción en la que pedía a su dios por su tierra, por su tribu, por sus bosques y por sus ríos. Su voz se elevó al cielo y, al nacer el día, el cuerpo de Anahí se había convertido en un robusto tronco de un árbol hermoso del que pendían racimos de rojas flores, tan rojas como las llamas que habían consumido su cuerpo y que se mostraba en todo su esplendor, como símbolo de valentía y fortaleza ante el sufrimiento.