En los tiempos en que Rusia tenía otro zar, anterior al actual, me refiero al ególatra Putín, el entonces Alejandro III quiso obsequiar a su esposa la zarina María con algo muy original: Un huevo.

Encargó a Karl Gustavovich Fabergé, un orfebre ruso nacido en San Petersburgo la fabricación de la joya. El resultado fue un hermoso huevo con cáscara platino en cuyo interior había otro de oro y dentro de este último una gallina de oro en miniatura sobre cuya cabeza lucia la corona imperial rusa. Como pueden ver, y al margen del delicado trabajo del orfebre y del valor de los materiales empleados, aquello era una horterada.

Sin embargo y, como quién pagaba estas cosas era el sufrido pueblo ruso, las caprichosas zarinas siguieron exigiendo su huevo cada Pascua. Desde entonces Alejandro III y su hijo Nicolás II, “el Sanguinario”, fueron encargando, año tras año, el huevo de marras para las zarinas. Nicolás incluso le encomendaba dos, uno para su esposa Alejandra Fiódorovna Románova, una inglesa nieta de la reina Victoria,  y otro para su madre la danesa María Fiódorovna Románova, continuando la costumbre de su padre.

El zar, como ya he dicho, no reparaba en gastos. Su Pueblo pagaba la factura de los huevos, como otros pueblos pagaban o pagan las juergas y cacerías a sus reyes. Paralelamente, Fabergé iba mejorando el estilo de sus piezas, consiguiendo meritorios huevos, envidia de todas las testas europeas coronadas, en todos los sentidos.  Hasta que los rusos dijeron basta, con su Revolución y los famosos huevos de Fabergé cambiaron de dueños y se desperdigaron como gallinas enloquecidas.

Hasta ahora habían aparecido 61 de las 69 piezas fabricadas, nunca llegaron a ser pares. Sin embargo, ahora se descubre que un chatarrero estadounidense, que no ha querido ser  identificado, compró una de esas joyas en un mercadillo de objetos de segunda mano en el  pueblo del Midwest en Estados Unidos, por algo más de 13.000 dólares.

Pasado un tiempo y al no poder colocar el huevo de marras, se le ocurrió recurrir a Google y se encontró con un artículo en The Daily Telegraph  de McCarthy, propietario de Wartski, en el cual hablaba del  valor artístico y económico de los Fabergé. Nuestro hombre voló a Londres y allí le aclararon que la joya, una pieza, labrada en oro y decorada con diamantes y zafiros que portaba en su interior un reloj “Vacheron Constantin” – prueba de que a los zares, emperadores  y reyes, también les pasa el tiempo -, valía un huevo. Cerca de 24 millones de Euros. ¿Cuántos sudores de campesinos rusos y cuánto hambre esconden la cáscara dorada de este huevo imperial, de 8,2 centímetros de altura?

Tal vez el nuevo comprador pueda ser Putín, gran imitador de los zares en parafernalia, locuras expansionistas y simpatías populares. O tal vez, algún obsoleto rey para añadir a su colección de joyas. Lo que sí es seguro es que la factura será a cargo del Pueblo y sin pasar por Hacienda.

Sin embargo lo que más me da que pensar e imaginar, es la oportunidad de una norteamericana, que lo mantuvo en su poder desde que en 1964 lo adquiriera en una subasta en Nueva York por 1.400 dólares, hasta que fue vendido por sus herederos al chatarrero. También me encantaría ver la cara de sorpresa de sus deudos cuando descubran que, aquel objeto con aspecto de haber sido comprado en un bazar chino, era un Fabergé.

Recuérdenlo amigos lectores cuando hagan limpieza en su buhardillas o  en el cuarto trastero. ¿Quién sabe si el extraño jarrón de la abuela es un Ming?