Tenía que llegar. Nuestro rey emérito se jubila, dejará de prestar su trascendental ayuda a España; dicen que incluso dejará de cobrar comisiones por sus gestiones. No renuncia ni a la pensión que pagaremos todos ni a las prebendas de un país monárquico a la fuerza.

Desde aquel día en que el dictador pactó con Juan de Borbón la reeducación de su hijo, para prepararle en la sumisión a los Principios del Movimiento, Juan Carlos, tacita a tacita, ha acumulado una importante fortuna a salvo de los vaivenes del futuro de las pensiones.

La historia le recordará como un tipo con suerte. Si se le escapaba un tiro, otro recibía el balazo; si tuvo tentaciones de bailar con marchas militares, el destino le permitió escuchar sabios consejos y pudo quedar como héroe porque la pelota sólo rozó el larguero. El mal genio de Jordi Pujol, amenazando con mover las ramas del bosque de la corrupción, evitó que tiraran de la mata y le dejaran con el culo al aire. Lo dicho, un tipo con suerte.

Amigo de las mujeres guapas, de las motos rápidas, de las cacerías, los toros, el esquí, las velas, las fiestas y de las monarquías absolutistas, disfrutó de todo hasta el último momento. Hasta que sus desgastadas caderas no dieron más de así. Como los grandes toreros empezó a perder su compostura y su equilibrio en vísperas de una corrida entre los cuernos de Botsuana. Su renuncia al trono hizo feliz a tres mujeres, a las reinas Letizia y Sofía, y a la princesa Corinna.

Hoy nos deja. Ya no será nuestro embajador emérito, ya no le veremos trotar detrás de mujeres bellas, se acabaron los copiosos banquetes, las bromas de cara a la galería y su soberbia y engreimiento para con todos, sobre todo con los humildes.

Si fuese música le recordaríamos como un pasodoble trasnochado. Pero para todos y para la historia le perpetuaremos, con toda la extensión del adjetivo, como Juan Carlos I, “el Afortunado”.