Ya en 1947, cinco años antes de que subiera al trono, en tiempos de su padre, la India británica se había independizado formando dos estados, India y Pakistán, y anteriormente, en tiempos de su bisabuela la reina Victoria, concretamente en 1857, lo había hecho Canadá. Igual que fichas de dominó, en las siguientes décadas, ya bajo su reinado, fueron emancipándose docenas de colonias inglesas, si bien, la mayoría de ellas, dentro de la Commonwealth, la mantuvo como jefe de estado como un gesto cortés y continuista.
Sin embargo, estas naciones han seguido su propio destino y el Reino Unido ha ido perdiendo su poder global y la fallecida reina y con ella la monarquía, pasó a ser solo una figura icónica y trasnochada. Esta última frase no se la comenten a un británico porque, la mayoría, podría sentirse ofendido. Los británicos se agarran a su otrora influencia y dominio e Isabel II era el paradigma de ello. El Dios salve a la reina era como decir: Acordaos de que un día controlamos gran parte del mundo.
Pero la despedida a tan ilustre y cresa dama tiene mucho de fin de era. La flema británica ha soportado con alegría y con excesiva condescendencia esa figura maternal y caduca que no pagaba impuestos y recaudaba todo lo que podía y también a toda esa parafernalia que su reinado arrastraba consigo. Nada que decir al respecto, cada pueblo es libre de mantener sus tradiciones y a sus despotismos y el duelo nacional que estos días presenciamos es prueba de ello.
No obstante, la figura de alguien ungido por la mano de Dios para jefaturas y destinos cae estrepitosamente. No son gentes amables, benéficas y cercanas, son gentes cargadas de despotismo, de interés y tan lejanas como sus gestos y sus arbitrarios arrebatos. La figura del nuevo rey inglés es prueba de ello. No es nadie, no tiene el apoyo que tuvo su madre, no es ejemplo para nadie ni para nada y sin embargo ahí quedan sus gestos de arrogancia con el tema de los tinteros el día de la firma de su llegada al trono. Pero el destino es sabio y la vida pone a cada uno en su sitio, al día siguiente el incidente de la pluma le demostró que por muy rey que sea se mancha igual, tal vez más, que su último cortesano y de nada valen lamentaciones, exabruptos ni juramentos, la pluma no tiene madre, ni él ahora tampoco.
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