Porque sería un milagro si en las Cortes Generales, es decir en el Parlamento, incluso fuera de él, los políticos se entendieran o, al menos, dieran la talla. Tal vez sea por las mascarillas, que como un antifaz bocazas oculta pero no evita la verborrea partidista, o tal vez sea porque no llegan a más. Lo cierto es que nuestros venerados padres –y madres–  de la patria, nunca alcanzaran el nivel para ser unicornios blancos.

Así, jornada tras jornada parlamentaria, se dedican a los insultos, a las andanadas baladíes y a justificar sus errores –hace mucho tiempo que no tienen aciertos– y a culpar a los otros de los suyos. Mientras tanto, la sociedad no avanza, estancada en una pandemia que va para largo, confundida por tanto cambio, asombrada por tanta incongruencia.

Vean un telediario actual de cualquier cadena y comprobaran que buena parte de él se nutre de noticias sobre el coronavirus, un mal endémico que afecta al mundo entero y que ha tapado muchas bocas de negacionistas que han acabado pasando por el hospital, incluidos presidentes charlatanes. No hay lugar que escape a esta crisis. Con estos parámetros solo hay una posibilidad: la colaboración y el entendimiento político.

Si en el Parlamento en vez de tanta justificación de errores y prevaricaciones se pusieran manos a la obra, la Hidra de la pandemia tardaría quizás lo mismo en morir, pero alguna de sus cabezas podría estar ya cortada.

Si toda la clase política en general no ha estado a la atura, hay que destacar la morbilidad de la derecha. Muy en particular la del principal partido de la oposición, empecinado en hundir al gobierno aunque esto signifique un desastre para los progresos sociales. Por propios interés levantan, quién lo diría, barricadas para tratar de evitar  los necesarios consensos. A los otros, los extremistas de Vox, no vale la pena ni mencionarlos, les importa un pepino el país, si no es para ellos no debe ser para nadie.

Uno no cree ya en los milagros, tampoco en los unicornios blancos, pero si en la vergüenza y cuando en un país como el nuestro, unas docenas de personas de pasiones dictatoriales gritan a las puertas del Palacio Real, uno se da cuenta de que tampoco es tiempo de creer en los cuentos de hadas,  ni que todos los políticos están capacitados para serlo, ni en que el hombre sea bueno por naturaleza.