Cuando en una noche de Noviembre del 89 caía el muro de Berlín, la política que hasta ese momento había dividido el mundo en dos bloques estaba dando el testigo a un nuevo escenario más multilateral y, sobre todo, más global.

El hecho de que fuese el bloque occidental el que perdurase a la caída, hizo que sus valores primasen en el nuevo escenario,  y que sus sistemas sociales se extendieran por todos los rincones, con el más ágil de ellos a la cabeza: la economía de libre mercado.

Los más puros teóricos de éste tipo de economía defienden las bondades de la no intervención sobre él, ya que por sí sólo es capaz de adaptarse a cualquier escenario y primar  a los que actúan con unos fundamentales más saneados y competitivos. Dicho así, parece que resulta lógico el planteamiento, pero la realidad es muy diferente. Alcanzar una mayor competitividad en un mundo con distintas reglas de juego y con distintos sistemas de gobierno, dista mucho de fabricar al mejor precio en base a una mayor tecnología o esfuerzo. Se basa más en aprovechar los resquicios legales y las debilidades humanas de los distintos países. Además, ese grano que representan los gigantescos movimientos especulativos de capitales, movidos por percepciones, pueden alterar de forma significativa la economía real.

Con un esquema económico de ámbito global, el resto de sistemas sociales se ha quedado atrás. No existe parangón en ningún otro orden humano y lo que pudiera asimilarse a ello, las Naciones Unidas, están basadas en unos principios de la era del mundo bipolar, por lo que no puede adaptarse al nuevo contexto. Así las cosas, el modelo que nos dimos para administrar los asuntos públicos, está a su vez basado en unos partidos políticos ya decrépitos que hunden sus raíces en los conceptos de lucha de clases surgidos en el siglo XIX, algo que a estas alturas está más que sobrepasado.

Los acontecimientos que la globalización económica y financiera está provocando en estos inicios del siglo XXI, con desequilibrios cada vez mayores en cualquier parte del planeta y que  escapan al control de las sociedades nacionales, nos enfrenta a una situación nueva en la que se percibe como ineficaz la aplicación de viejas recetas para resolver los nuevos retos.

Movimientos como la Primavera Árabe pueden leerse como chispas de cambio de una sociedad que reclama nuevos conceptos con los que afrontar el futuro que tenemos delante.

Ahora en España, al igual que hemos podido ver en otros lugares de Europa, un movimiento ciudadano sin cohesión ni programa concreto ha salido a la calle para expresar la falta de ideas e ilusión con la que convivimos. Puede que la coyuntura económica que vive el país y la exigencia de soluciones a su clase política hayan servido de mecha para el movimiento 15-M, pero si en algún momento se acaban por reunir todas las muestras de esperanza por el cambio que hoy existen en los distintos países, cosa que las redes sociales facilitarán tarde o temprano, los días de la economía especulativa global y sus globales desequilibrios estarán contados, porque nuevos conceptos tendrán que ser asumidos y puestos en practica por nuestros gobernantes.

Quizás ese fuese un buen corolario para todos los 15-M que hoy surgen por el mundo.